CHARLES
C. MANN
1491
UNA
NUEVA HISTORIA DE LAS AMÉRICAS
ANTES
DE COLÓN
Traducción de Miguel Martínez-Lage
y Federico Corriente
taurus Título original: 1491. New
Revelations of the Americas Before Columbus ©
Charles C. Mann
© De la traducción: Miguel
Martínez-Lage y Federico Corriente © De esta edición:
2006, Distribuidora y Editora Aguilar,
Altea, Taurus, alfaguara, S.A. Calle 80 No. 10-23
Bogotá – Colombia. Aguilar, Altea,
Taurus, Alfaguara S. A. Av. Leandro N. Alem 720 (1001), Buenos Aires.
Santillana Ediciones Generales S. A. de C. V. Avda. Universidad, 767,
Col. del Valle, México, D.F. C. P. 03100. Santillana Ediciones
Generales, S.L. Torrelaguna, 60. 28043, Madrid
ISBN: 978-958-704-488-1
Impreso en Colombia - Printed in
Colombia Primera impresión, noviembre de 2006 Primera reimpresión,
febrero de 2007
ÍNDICE
MAPA DE AMÉRICA INDÍGENA EN 1491
PREFACIO
INTRODUCCIÓN. EL ERROR DE HOLMBERG .
1. VISTA AÉREA.
PRIMERA PARTE. ¿NÚMEROS CAÍDOS DEL
CIELO?
2. POR QUÉ SOBREVIVIÓ BILLINGTON
3. EN LA TIERRA DE LAS CUATRO REGIONES
4. PREGUNTAS MÁS FRECUENTES
SEGUNDA PARTE. HUESOS MUY ANTIGUOS
5. GUERRAS DEL PLEISTOCENO
6. ALGODÓN (o ANCHOAS) Y MAÍZ
(Historias de dos c
i v i l i z a c i o n e s , p r i m e r a p a r t e )
7. ESCRITURA, RUEDAS Y CADENAS HUMANAS
CON CUBOS (
H i s t o ri as d e d o s c i v i l iz ac i o n e s , s e g u n d a p
a r t e )
TERCERA PARTE. PAISAJE CON FIGURAS
8. LA REMODELACIÓN DEL PAISAJE
AMERICANO
9. AMAZONIA
10. LA NATURALEZA ARTIFICIAL
11. CODA. LA GRAN LEY DE LA PAZ
INTRODUCCIÓN
EL ERROR DE HOLMBERG
1 VISTA AÉREA
EL BENI
El avión despegó un día en que
hacía un frío sorprendente para estar en pleno centro de Bolivia, y
emprendió vuelo rumbo al este, la la frontera con Brasil. En
cuestión de minutos, las carreteras y casas desaparecieron de la
vista, y las únicas huellas de la presencia humana pasaron a ser los
rebaños esparcidos por la sabana como espolvoreado
sobre una bola de helado. Pero
también acabaron r desaparecer de la vista.
Para entonces, los arqueólogos habían
sacado sus cámaras de fotos y no paraban de dispararlas con deleite.
Bajo nosotros se
extendía el Beni, una provincia boliviana más o nos del tamaño de
Illinois e
Indiana juntos y casi igual de llana.
Durante la mitad del año, la lluvia y
la nieve derretida, procedente de montañas del sur y del oeste,
cubren la tierra y la tapizan con una
mina de agua móvil e
irregular, imprevisible en su grosor, que terina por afluir
a los ríos del norte de la
provincia, los afluentes más tos de la cuenca del
Amazonas. Durante el resto del
año, el agua se evapora, y el intenso verdor de
tan vasta llanura se convierte
en algo e recuerda, y mucho, a un desierto. Esta
llanura tan peculiar, reota, a
menudo inundada, era precisamente lo que había
atraído la ención de los
investigadores, y no sólo por ser uno de los pocos
lugares que hay en la tierra
habitados por gente que tal vez jamás haya visto a los
occidentales armados con sus
cámaras fotográficas.
Clark Erickson y William Balée, los
arqueólogos, iban sentados en los asientos de
delante. Erickson, de la
Universidad de Pensilvania, trajaba en colaboración con
un arqueólogo boliviano que
ese día no bía podido venir, con lo cual dejó un
asiento libre en el avión, que
ve la suerte de ocupar. Balée, de Tulane, es en
realidad antropólogo, pero en
la medida en que los científicos han ido
apreciando el modo en que el
pasado y el presente se alimentan de forma
recíproca, la distinción
entre antropólogos y arqueólogos se ha desdibujado
bastante. Los dos son hombres
de complexión muy distinta, como distintos
son por temperamento y por
intereses científicos, pero los dos iban por igual con la cara
pegada al cristal, con idéntico entusiasmo.
Abajo, esparcidas por el paisaje,
podían verse incontables islas de boscaje,
muchas de las cuales formaban
círculos casi perfectos, amontonamientos de
verdor en un mar de hierba
amarillenta. Cada una de las islas se alzaba a
casi veinte metros por encima
de la llanura aluvial, permitiendo el
crecimiento de árboles que de
otro modo no resistirían la acometida del
agua. Estos bosquecillos
estaban comunicados unos con otros mediante
calzadas, tan rectas como un
disparo de escopeta, de hasta cuatro o cinco
kilómetros de longitud.
Erickson está convencido de que todo este paisaje,
de más de ciento cincuenta mil
kilómetros cuadrados, repleto de isletas
boscosas ligadas unas con otras
mediante esas calzadas, había sido
construido por una sociedad
tecnológicamente avanzada y populosa hace
más de un millar de años.
Balée, menos documentado en la región del Beni,
se inclinaba por esa misma
opinión, pero todavía no estaba suficientemente
preparado para comprometerse
con ella.
Erickson y Balée forman parte de un
regimiento de estudiosos que en los
últimos años han desafiado
radicalmente las ideas convencionales sobre cómo
era el Hemisferio Occidental
antes de la llegada de Colón. En mi época de
estudiante en el instituto, por
los años setenta, me enseñaron que los indios
habían llegado a las Américas
atravesando el estrecho de Bering hace más o
menos trece mil años. Se
pensaba que habían vivido sobre todo en grupos
reducidos, aislados, y que su
presencia había tenido tan escaso impacto en el
medio ambiente que, incluso
tras varios milenios de estancia, los dos
continentes seguían en un
estado poco menos que salvaje. Los institutos y las
unir versidades siguen
impartiendo hoy en día esas mismas enseñanzas. Una
manera adecuada de resumir el
punto de vista de personas como Erickson y
Balée sería decir que para
ellos este panorama de la vida de los indios es
completamente erróneo. Los
indios estuvieron en estas tierras desde antes de lo
que se piensa, al menos a
juicio de estos investigadores, y su presencia fue
numéricamente muy superior a
lo que se cree. Ytuvieron tal éxito al imponer
su voluntad sobre el paisaje
que en 1492 Colón desembarcó en un hemisferio
absolutamente marcado por la
humanidad que lo había habitado.
Si se tienen en cuenta las tensas
relaciones entre las sociedades blancas y los
pueblos nativos, cualquier
intento de indagar en la cultura e historia de los indios
se convierte de por sí en
motivo ineludible de un contencioso. No obstante, los
estudios más recientes
resultan particularmente controvertidos. De entrada,
algunos investigadores —más
bien bastantes, aunque no necesariamente de las
generaciones más antiguas—
se mofan de las nuevas teorías y las tildan de
meras fantasías que brotan de
una interpretación no ya errónea sino casi caprichosa e incluso
malintencionada de los datos, así como de una malévola
interpretación de lo
políticamente correcto. «No conozco prueba alguna de que
en el Beni viviera alguna vez
una población numerosa —me dijo Betty J.
Meggers, de la Smithsonian
Institution—. Afirmar lo contrario no pasa de
ser el clásico ejemplo en el
que lo deseable se impone a lo razonable».
En efecto, dos arqueólogos
procedentes de Argentina y financiados por la
Smithsonian, han sostenido hace
poco que muchos de los montículos de mayor
tamaño son depósitos
aluviales completamente naturales: en poco más de
una década «una pequeña
población inicial» podría haber construido los
puentes que se conservan, así
como los campos de cultivo elevados. Idénticas
críticas se aplican a las
nuevas afirmaciones de los estudiosos en torno a los
indios, al menos según
sostiene Dean R. Snow, un antropólogo de la
Universidad Estatal de
Pensilvania. El problema estriba, apunta, en que «es
escasa la evidencia que puede
aportarse a partir de las pruebas etnohistóricas
de que se disponen, aunque
éstas se pueden esgrimir de modo que nos digan lo
que uno quiera». «Realmente,
es muy fácil engañarse si uno quiere». Y hay
quien sostiene que las nuevas
afirmaciones se apoyan en los planteamientos
políticos de quienes aspiran a
desacreditar la cultura europea, porque las altas
cifras que se aportan
contribuyen a inflar la escala de las pérdidas sufridas por
los nativos.
El que las nuevas teorías entrañen
consecuencias directas para las batallas
ecológicas que se libran hoy
en día es otra fuente de nuevas discusiones. De
manera consciente o no, buena
parte del movimiento medioambiental se
alimenta de lo que el geógrafo
William Denevan llama «el mito de lo prístino»,
esto es, la creencia de que las
Américas eran en 1491 tierra prácticamente
intacta, e incluso edénica,
«incontaminada por el hombre», según se dice en la
Ley de la Naturaleza de 1964,
una ley federal de Estados Unidos que
constituye uno de los documentos
fundacionales del movimiento ecológico
global. Como ha escrito William
Cronon, historiador de la Universidad de
Wisconsin, para los activistas
y los Verdes el restablecimiento de ese estado de
antaño, considerado natural,
es una tarea que la sociedad está moralmente
obligada a emprender. No
obstante, si ese nuevo planteamiento es correcto y si la
obra de la humanidad lo ha
impregnado todo, ¿en qué quedan los esfuerzos
por restaurar la naturaleza?
El Beni es un caso modélico. Además
de la construcción de carreteras,
puentes, canales, diques,
pantanos, montículos, terrenos de cultivo elevados y,
seguramente, canchas para jugar
a la pelota, según ha sostenido Erickson,
los indios que vivieron aquí
antes de la llegada de Colón también
capturaban peces en las
llanuras estacionalmente inundadas.
Esta actividad
no se reducía a utios cuantos
nativos con sus redes, sino que obedecía al
esfuerzo de una sociedad en que
cientos o miles de personas se dedicaron a
construir entre un puente y
otro densas redes en zigzag, hechas de arcilla, para
capturar peces (o vallas para
acorralarlos). Buena parte de esa sabana es natural y es el resultado
de las inundaciones de temporada. Sin embargo, los
indios mantuvieron y ampliaron
los pastos por el sencillo procedimiento de
pegar fuego periódica y
regularmente a grandes extensiones de terreno. A
lo largo de los siglos, las
quemas dieron lugar a un intrincado ecosistema de
especies vegetales adaptadas al
fuego en virtud de la «pirofilia» indígena.
Los actuales habitantes del Beni
siguen procediendo a la quema, aunque
actualmente lo hagan sobre todo
para mantener la sabana como pasto para
el ganado. Cuando sobrevolamos
la región acababa de comenzar la estación
seca, pero ya se veían largas
rastrojeras en llamas. El humo se elevaba en
el cielo formando grandes y
trepidantes columnas. En las zonas calcinadas,
tras el paso del fuego los
árboles eran troncos renegridos, muchos de ellos
pertenecientes a especies por
cuya salvación están luchando los activistas.
El futuro del Beni es incierto, sobre
todo en la región menos populosa, en la
franja fronteriza con Brasil.
Hay forasteros que desean crear en la zona
ranchos latifundistas, como se
ha hecho en muchas zonas de pastos en
Estados Unidos. Otros prefieren
mantener esta región, tan escasamente
poblada, en un estado lo más
cercano posible a su versión silvestre. Los
grupos de indios locales miran
esta última proposición con recelos. Si el Beni
se convierte en una reserva de
la «naturaleza», se preguntan, ¿qué
organización internacional les
permitirá seguir pegando fuego a los rastrojos en
la llanura?
¿Suscribiría cualquier grupo
extranjero la quema a gran escala de
la Amazonia? Por el contrario,
los indios proponen que el control de la
tierra que de en sus manos. Los
activistas, por su parte, consideran esta idea
sin el menor entusiasmo.
Algunos grupos indígenas de Estados Unidos, sobre
todo en el suroeste, han
tratado de promover el uso de sus reservas como
depósitos para los residuos
nucleares. Todo ello sin mencionar el asunto de las
quemas.
EL ERROR DE HOLMBERG
—No toques ese árbol —dijo Balée.
Me quedé de piedra. Íbamos subiendo
por una ladera baja, de tierra
quebradiza, y estaba a punto de
sujetarme a un árbol escuchimizado, casi
como una vid, con las hojas
hendidas.
—Es un Triplaris americana—dijo
Balée, experto en botánica de la selva—.
Hay que ir con cuidado.
Me dijo que, en una alianza
poco corriente, el americana hospeda colonias
de hormigas rojas. De hecho, le
cuesta trabajo sobrevivir sin el concurso de
éstas. Las hormigas horadan y
ocupan túneles diminutos por debajo de la
corteza. A cambio del refugio,
las hormigas atacan todo lo que toque el árbol,
sea un insecto, un ave o un
escritor desprevenido. La venenosa ferocidad de
sus ataques ha dado pie al
nombre que tiene el Triplaris americana entre los
lugareños: es el árbol del
diablo.
En la base del árbol del diablo,
dejando al aire las raíces, se encontraba la
madriguera desierta de un
animal. Balée escarbó algo de tierra con un cuchillo
y luego me hizo un gesto para
que me acercara con Erickson y con mi hijo
Newell, que nos acompañaban en
aquella expedición. La oquedad estaba
repleta de cerámicas rotas. Se
veía el borde de los platos y algo que parecía el
pie de una tetera, precisamente
en forma de pie, con las uñas pintadas. Balée
extrajo media docena de piezas
de cerámica: esquirlas de recipientes y de platos,
un trozo de una barra
cilíndrica que podría haber sido parte de una de las
patas de una olla. Afirmó que,
al menos una octava parte del cerro, por
volumen, estaba compuesta de
fragmentos como ésos. Se podía excavar casi en
cualquier parte y encontrar
restos semejantes. Ascendíamos por una pila
inmensa de platos rotos. Esa
pila lleva el nombre de Ibibate y, con una
altitud de casi veinte metros,
se levanta en uno de los montículos más
elevados del Beni. Erickson me
explicó que las piezas de cerámica seguramente
se empleaban para construir y
airear el terreno arcilloso, para darle un uso
agrario o de asentamiento. Si
bien esta explicación tiene sentido en el
terreno de la ingeniería,
dijo, no basta para que las acciones de los
constructores de montículos de
hace tantos años dejen de resultarnos
misteriosas. Los montículos
abarcaban una extensión tan enorme que
difícilmente pueden ser
producto de la acumulación de residuos. El Monte
Testaccio, la colina compuesta
por trozos de cerámica que se alza al
sureste de Roma, era el
basurero de toda la ciudad. Ibibate es más grande
que el Monte Testaccio, y sólo es uno
de los centenares de montículos
semejantes que se alzan en la
región. Es imposible imaginar que el Beni
generase más basura que Roma;
la cerámica de Ibibate, según Erickson, indica
que un gran número de
personas, muchas de ellos trabajadores cualificados,
vivieron durante mucho tiempo
sobre estos montículos, con animados
festejos y bebida en
abundancia. El número de alfareros necesario para
fabricar semejantes montañas
de cerámica, el tiempo preciso para llevar a cabo
semejante labor, el número de
personas necesario para dar alimento y cobijo
a los alfareros, la
organización de la destrucción y el enterramiento de las
piezas a gran escala... todo
ello es una evidencia, según la línea de
pensamiento de Erickson, de que
hace un milenio el Beni por fuerza tuvo que
ser la sede de una sociedad
altamente estructurada, una sociedad que por
medio de las investigaciones
arqueológicas estaba sólo empezando a ver la
luz.
Ese día nos acompañaban dos indios
sirionós, Chiro Cuéllar y su yerno
Rafael. Los dos eran fibroso,
morenos, imberbes. Mientras recorría a su
lado el camino, me fijé en que
los dos tenían pequeñas muescas en los
lóbulos de las orejas. Rafael,
animado hasta la fanfarronería, salpimentó la tarde
con sus comentarios. Chiro,
figura de cierta autoridad local, fumaba
cigarrillos de la marca
Marlboro hechos allí mismo y observaba nuestro
caminar con expresión de
divertida tolerancia. Vivían a menos de dos
kilómetros de allí, en una
aldea a la que se llegaba tras recorrer una larga
carretera de tierra con hondas
roderas. Habíamos llegado en coche a
primera hora del día.
Aparcamos a la sombra de una escuela en ruinas y de
algunos desvencijados edificios
de los misioneros que se apiñaban en lo alto
de una pequeña colina, otro
montículo antiquísimo. Mientras Newell y yo
aguardábamos en el coche,
Erickson y Balée entraron en la escuela para
obtener permiso del propio
Chiro y de los demás miembros del consejo de la
aldea. Al ver que no teníamos
nada que hacer, un par de niños sirionós
trataban de convencernos a
Newell y a mí de que fuéramos a ver a un joven
jaguar enjaulado y de que les
diésemos unas monedas a cambio. Al cabo de
pocos minutos, Erickson y Balée
volvieron n con el permiso requerido y con dos
acompañantes, Chiro y Rafael.
ora, mientras ascendíamos por el
Ibibate, Chiro comentó que yo me
contraba junto al árbol del
diablo. Sin cambiar su cara de póquer, me
'ó que subiera al árbol: en
lo alto encontraría un fruto tropical de-m'oso. «No se parece a
nada que hayas probado antes», prometió.
Desde lo alto de Ibibate vimos bien la
sabana circundante. Más o menos a
ochocientos metros, salvando
una franja de hierba amarillenta que llegaba a la
cintura, se veía una hilera
recta de árboles, uno e los antiguos caminos elevados
que servían de puentes, al
decir de Erickson.
Por lo demás, la región era tan llana que se podía ver todo varios
kilómetros a la redonda; mejor
dicho, se hubiera podido ver todo de no ser
porque, en bastantes
direcciones, el aire estaba teñido por el humo.
Después me pregunté por la relación
que tenían nuestros escoltas con aquel
paraje. ¿Eran los sirionós
como los italianos de hoy en día que viven entre los
monumentos de la antigua Roma?
Les hice a Erickson y a Balée esa pregunta en
el camino de vuelta.
Su respuesta fue desgranándose
esporádicamente a lo largo de la tarde y a la
hora de la cena, una vez que
regresamos a nuestro alojamiento con una lluvia y
un frío impropios de la
estación. En los años setenta, me dijeron, las
autoridades en el tema habrían
respondido mi
pregunta sobre los sirionós siempre de la misma forma. Sin embargo,
hoy, los expertos
me darían una respuesta muy distinta. La diferencia estriba en lo
que di en
llamar, de manera un tanto injusta, el error de Holmberg.
Aunque los sirionós no son sino uno
más de la veintena de grupos nativos
americanos que residen en el
Beni, ciertamente son los más conocidos. Entre 1940 y
1942, un joven investigador
aspirante a doctor llamado Allan R. Holmberg vivió
entre ellos. En 1950 publicó
una relación de sus vidas titulada Nomads of the
Longbow [«Nómadas del arco»].
(El título hace referencia a los arcos de casi dos
metros que los sirionós
emplean para cazar). Convertido rápidamente en un
clásico, Nómadas continúa
siendo un texto icónico y muy influyente, que según fue
filtrándose por medio de
infinidad de artículos eruditos e incluso en los medios populares,
terminó por ser una de las principales fuentes para que el mundo
exterior se
formase una imagen de los indios de Sudamérica.
Los sirionós, según informó
Holmberg, se hallaban «entre los pueblos
culturalmente más atrasados
del mundo». Con una vida de constantes carencias
y de hambre, no tenían
vestimenta, ni animales domésticos, ni instrumentos
musicales (ni siquiera carracas
o tambores), ni arte ni diseño (con la
excepción de unos collares
hechos con dientes de animales), y prácticamente
tampoco tenían religión (la
«concepción del cosmos» de los sirionós estaba
«prácticamente sin
cristalizar»). Por increíble que fuera, no sabían contar más
allá de tres ni sabían
encender el fuego (que transportaban «de un
campamento a otro en una rama
encendida»). Sus endebles chozas, hechas
con hojas de palma amontonadas
al azar, eran tan ineficaces contra la lluvia y
los insectos que los miembros
de un grupo «pasan al año muchísimas
noches sin dormir».
Acuclillados sobre sus tristes fogatas a lo largo de las
noches húmedas, asaltados por
los mosquitos, los sirionós eran ejemplares
vivientes de la humanidad en su
estado más primitivo, la «quintaesencia» del
«hombre en un estado natural
máximo», como dijo Holmberg. En su opinión,
habían permanecido sin cambiar
durante varios milenios, en medio de un
paisaje en el que no habían
dejado huella. Entonces se toparon con la
sociedad europea y por primera
vez su historia adquirió el flujo de una
narración.
Holmberg fue un investigador cuidadoso
y compasivo, cuyas detalladas
observaciones sobre la vida de
los sirionós siguen siendo hoy muy valiosas. Y
tuvo la valentía de superar en
Bolivia pruebas tan arduas que a muchos otros
les hubieran llevado a
renunciar.
Durante su estancia en el terreno, de
muchos meses de duración, pasó
hambre y toda clase de penalidades y
privaciones, y con frecuencia
estuvo enfermo. Cegado por una infección que
contrajo en ambos ojos, tuvo
que caminar durante días por la jungla para
llegar a un hospital y lo hizo
de la mano de un guía sirionó. Su salud nunca se
restableció del todo. A su
regreso, llegó a ser jefe del Departamento de
Antropología de la Universidad
de Cornell, y desde ese puesto desarrolló La
inestabilidad del gobierno
boliviano, así como los arranques de retórica
antinorteamericana y
antieuropea, fueron garantías suficientes para que muy
pocos antropólogos y
arqueólogos extranjeros siguieran los pasos de
Holmberg por el Beni. No sólo
el gobierno era hostil, sino que también la
región, centro del tráfico de
cocaína en los arios setenta y ochenta, era muy
peligrosa. Hoy ha menguado el
tráfico de drogas, aunque las pistas de
aterrizaje de los
contrabandistas aún pueden verse bien, construidas en
trechos muy remotos de la
jungla.
No lejos del aeropuerto de Trinidad,
la mayor población
de la provincia, es posible contemplar los restos de un avión de
contrabando estrellado. Durante
las guerras de la droga, «el Beni cayó en el
descuido más absoluto, incluso
para los criterios bolivianos», según afirma
Robert Langstroth, geógrafo y
ecologista de primera fila procedente de
Wisconsin, que llevó a cabo
allí el trabajo de campo para su tesis. «Era como el
atrasado remanso del remanso
más atrasado». Poco a poco, un reducido
número de científicos se
aventuró a explorar la región. Lo que aprendieron
transformó su comprensión de
aquel paraje y de sus pobladores.
Tal como creía Holmberg, los sirionós
se hallaban entre las poblaciones
culturalmente más empobrecidas
de la tierra, pero no porque fueran
remanentes intactos del
antiquísimo pasado del género humano, sino
porque las epidemias de gripe y
de viruela habían causado estragos en sus
aldeas durante los años
veinte. Antes de las epidemias, al menos tres mil
sirionós, y posiblemente
muchos más, vivían en el este de Bolivia. En la época
de Holmberg quedaban menos de
ciento cincuenta, una pérdida de más del
95 por ciento en menos de una
generación. Tan catastrófica había sido la
disminución de la población
que los sirionós tuvieron que pasar por un cuello de botella
genético. (Un cuello de botella genético tiene lugar cuando una
población mengua hasta tal
punto que los individuos se ven obligados a
procrear con sus propios
parientes, lo cual puede dar pie a muy
perjudiciales efectos
hereditarios). Los efectos del cuello de botella los
describió en 1982 Allyn
Stearman, de la Universidad Central de Florida, el
primer antropólogo que visitó
a los sirionós desde los tiempos de Holmberg.
Stearman descubrió que los sirionós
tenían una posibilidad treinta veces
mayor de nacer con deformidades
en los pies que cualquier otra población
humana. Y casi todos los
sirionós tenían muescas poco corrientes en los
lóbulos de las orejas, rasgos
que yo había observado en los dos hombres que nos
acompañaron. A la vez que
sufría el azote de las epidemias, según pudo saber
Stearman, el grupo estaba en
pie de guerra con los ganaderos blancos que
iban apropiándose de la
región. El ejército boliviano colaboró en esa incursión
apresando a los sirionós y
encerrándolos en lo que a todos los efectos eran
campos para presidiarios. A los que se
liberaba tras una temporada de
confinamiento se les obligaba a
servir en los ranchos de los ganaderos
blancos. El pueblo nómada con
el cual viajó Holmberg por la jungla en
realidad se escondía de los
grupos que lo maltrataban. Corriendo no pocos
riesgos, Holmberg trató de
prestarles ayuda, pero nunca llegó a entender
del todo que el pueblo al que
consideraba un residuo del Paleolítico era en
realidad un puñado de
sobrevivientes a las persecuciones que poco antes
habían destrozado una cultura.
Fue como si se hubiera encontrado con unos
refugiados huidos de los campos
de concentración de los nazis y hubiera
concluido que pertenecían a
una cultura que siempre había caminado
descalza, siempre al borde de
la inanición.
Lejos de ser las sobras de la Edad de
Piedra, probablemente los sirionós sonunos recién llegados al Beni.
Hablan una lengua perteneciente al grupo tupí-guaraní, una de las
familias lingüísticas más importantes de Sudamérica,
aunque no muy corriente en
Bolivia. las pruebas lingüísticas, no sopesadas
por los antropólogos hasta la
década de los setenta, hacen pensar que
llegaron procedentes del norte
en una fecha avanzada, el siglo xvII, más o
menos a la vez que los primeros
colonos y misioneros españoles. Otras
revelaciones hacen pensar que
seguramente llegaron a la zona varios siglos
antes: los grupos que hablan
las lenguas de la familia tupí-guaraní,
seguramente entre ellos los
sirionós, atacaron el imperio inca a comienzos
del siglo xvi. No se sabe el
porqué del desplazamiento de los sirionós, aunque
uno de los motivos podría ser,
lisa y llanamente, que el Beni estaba entonces
poco poblado. No mucho antes,
la sociedad de los pobladores anteriores se
había desintegrado.
A juzgar por Nómadas del arco,
Holmberg no tuvo noticias de esta cultura
anterior, la que construyó los
caminos elevados, los montículos, las granjas
piscícolas. No se dio cuenta
de que los sirionós recorrían un paisaje al que
otros habían dado forma. Pocos
observadores europeos antes de Holmberg
habían reparado en la
existencia de los trabajos de preparación del terreno,
aunque algunos llegaron a dudar
de que los caminos elevados y los islotes de
boscaje fueran de origen
humano. Hasta 1961, cuando William Denevan viajó
a Bolivia, no concitaron la
atención sistemática de los investigadores.
Mientras sobrevolaba el este de
Bolivia a comienzos de los años sesenta
del
siglo
xx,
el geógrafo William Denevan se
quedó sorprendido al ver que el paisaje
(abajo)
—donde no había habido nada
más que ranchos de ganado durante
generaciones—
todavía mostraba las señales
de haber sido habitada por una sociedad
grande
y próspera, cuya existencia
había caído en el olvido. Increíblemente, se
siguen
haciendo
descubrimientos de este tipo
hoy día. En 2002 y 2003 un equipo de
investigadores
finlandeses y brasileños
descubrió los restos de docenas de formas
geométricas
en
la
tierra (arriba) en el estado de
Brasil occidental, Acre, donde se acababa de
talar
un
bosque para hacer ranchos de
ganado. de doctorado en aquel entonces,
había tenido conocimiento del
particular paisaje de la región durante un
anterior viaje a Perú como
aprendiz de reportero, y pensó que podría ser un
tema interesante para su tesis.
Nada más llegar, descubrió que los geólogos de
las compañías petroleras, los
únicos científicos de la zona, creían que el
Beni debía de estar repleto de
los restos de una civilización desconocida.
Tras convencer a un piloto para que
diese un rodeo fuera de su ruta habitual y
sobrevolase una zona más al
oeste, Denevan examinó el Beni desde el aire, y
observó exactamente lo mismo
que yo vi cuatro décadas después: montículos
aislados de boscaje, largos
caminos elevados sobre el terreno, canales, campos
de cultivo también elevados,
diques parecidos a los fosos de un castillo, extrañas
elevaciones como cordilleras en
zigzag. «Iba mirando por la ventanilla de uno de
aquellos DG3 y me parecía que
estaba a punto de volverme loco —me dijo
Denevan—. Supe que todas
aquellas formaciones no podían ser obra de la
naturaleza. Esa clase de línea
recta no existe en la naturaleza». A medida que
Denevan fue aumentando su
conocimiento sobre el paisaje, su asombro iba
también en aumento. «Es un
paisaje completamente humanizado, añadió—.
Para mí, se trata claramente de lo
más apasionante que se ha dado en el
Amazonas yen las zonas
colindantes. Podría ser, creo yo, lo más importante
que se haya visto en toda
Sudamérica. Yestaba prácticamente sin estudiar por
parte de los científicos».
Sigue estando prácticamente intacto. Ni siquiera existen
mapas detallados de esos
trabajos de preparación del terreno, o de los
canales.
Con unos orígenes que se remontan a
más de tres mil años, esta sociedad prehistórica —en opinión de
Erickson, fundada probablemente por los ancestros del pueblo de
lengua arahuaco llamados ahora Mojo y Bauré— creó uno de los
entornos naturales más amplios, más extraños, y de mayor riqueza
ecológica que jamás se hayan dado en todo el planeta. Este pueblo
erigió los montículos donde levantar sus hogares y granjas;
construyó los caminos elevados y los canales para servir de vías de
transporte y comunicación; creó las trampas piscícolas para
disponer de alimentos y procedió a la quema regular de la sabana
para mantener las tierras libres de la invasión de los árboles.
Hace un millar de años, esa sociedad vivía su pleno apogeo. Sus
aldeas y localidades eran espaciosas, ordenadas, defendidas por fosos
y empalizadas. Según la hipotética reconstrucción de Erickson,
casi un millón de personas podía haber recorrido los caminos
elevados del este de Bolivia con sus largas túnicas de algodón y
con pesados ornamentos en las muñecas y en el cuello.
Hoy en día, cientos de años después
de que la cultura arahua, 1 desapareciera de este terreno, los
bosques que rodean el montículo, de Ibibate y que aún crecen en él
parecen el clásico sueño de un conervador del Amazonas: las lianas,
gruesas como el brazo de un
hombre; las hojas colgantes de más de
metro y medio de largo; los lisos troncos de los árboles que dan el
coquito de Brasil, unas flores rondas que huelen como la carne
caliente. En lo que se refiere a riqueza de las especies, Balée me
dijo que los islotes boscosos de Bolivia son comparables a cualquier
lugar de Sudamérica. Otro tan, a sucede con la sabana del Beni, por
lo visto, aunque con un complemento de especies muy distinto.
Ecológicamente, aunque diseñada y ejecutada por los seres humanos
la región es un tesoro. Erickson connsidera el paisaje del Beni como
una de las mayores obras de arte de la humanidad, una obra de arte
que hasta hace poco era casi completamente desconocida, una obra de
arte que ostenta un nombre ;'que pocas personas fuera de Bolivia son
capaces de reconocer.
«DESPROVISTOS DE TODA HUMANIDAD Y DE
SUS OBRAS»
El Beni no era una anomalía. Por
espacio de casi cinco siglos, el error deHolmberg, esto es, la
suposición de que los nativos americanos vivían en una situación
eterna, sin historia, dominó sin contestación todo el trabajo de
los estudiosos, y a partir de ahí se difundió en los manuales de
enseñanza media, en las películas de Hollywood, en los artículos
de prensa, en las campañas en defensa del medio ambiente, en los
libros de aventuras románticas, en las camisetas estampadas. Se
trata de una opinión que existió bajo formas muy diversas, y que
fue defendida tanto por quienes aborrecían a los indios como por
quienes los admiraban. El error de Holmberg explicaba esa visión
estereotipada que tenían los colonos de los indios como bárbaros
violentos; su imagen especular no es otra que el estereotipo de
ensueño que dio lugar al mito del Buen Salvaje. Sea positiva o
negativa, la imagen de los indios carece de lo que los expertos en
ciencias sociales llaman capacidad de intervención: no eran
«actantes» en sentido propio, sino meros recipiendarios pasivos de
lo que un huracán, una tormenta tropical o cualquier otro desastre
pudiera poner en sucamino.
El mito del Buen Salvaje se remonta
incluso al primer estudio etnográfico en toda regla que se hizo de
los pueblos indígenas de América, la Apologética Historia Sumaria,
de Bartolomé de las Casas, escrita sobre todo en la década de 1530.
Las Casas, un conquistador que se arrepintió de los actos cometidos
y se ordenó sacerdote, pasó la segunda mitad de su dilatada vida
oponiéndose en redondo a la crueldad de los europeos en las
Américas. Según su manera de pensar, los indios eran seres
naturales que habitaban, apacibles como las vacas, en el «paraíso
terrenal». En su inocencia previa a la Caída, habían estado a la
espera, tranquilamente y durante milenios, de que llegase la
instrucción cristiana. Un contemporáneo de Las Casas, el
comentarista italiano Pedro Mártir de Anglería, también era
partidario de esta visión de las cosas. Los indios, escribió (cito
por la traducción inglesa, de 1556) «viven en ese dorado mundo del
que tanto hablan los escritores de antaño», y existen «en la
simpleza y en la inocencia, sin aplicación de ley ninguna».
En nuestros tiempos, la creencia en la
sencillez e inocencia inherentes a los indios se refiere sobre todo a
su supuesta falta de impacto en el medio natural en que viven. Esta
concepción se remonta al menos a Henry David Thoreau, quien dedicó
buena parte de su vida a buscar «la sabiduría de los indios», una
modalidad indígena del pensamiento que presumiblemente no abarcaba
ninguna medida, ninguna categorización, hechos éstos que
consideraba perversidades que permiten al ser humano transformar la
naturaleza. Los planteamientos de Thoreau siguen teniendo una honda
influencia. Después de la celebración del primer Día Mundial de la
Tierra, en 1970, un grupo que se hacía llamar «Mantengamos la
Belleza de América, S. A.» colocó vallas publicitarias en las que
aparecía un actor de la etnia cherokee, llamado Cody Ojos de Hierro,
llorando en silencio ante un paisaje contaminado. La campaña tuvo un
éxito descomunal. Por espacio de casi una década, la imagen del
indio lloroso pudo verse por todo el mundo.
Ahora bien, aun cuando los indios
desempeñaban aquí un papel heroico, el anuncio seguía siendo una
encarnación del error de Holmberg, ya que representaba de manera
implícita a los indios como personas que jamás cambiaron y que
fueron siempre fieles a su estado salvaje y original. Como la
historia es perpetuo cambio, eran, pues, un pueblo carente de
historia.
Las diatribas antiespañolas de Las
Casas fueron, a su vez, objeto de tales ataques que el autor dejó
indicado a sus herederos que publicasen la Apologética Historia
cuarenta años después de su muerte (y murió en 1566) .
De hecho, el libro no tuvo una primera
edición íntegra hasta 1909. Tal como da a entender este retraso, la
polémica en torno al Buen Salvaje tendía a suscitar poca o ninguna
simpatía durante los siglos xvIII y xix. En este sentido, resulta
emblemático el historiador estadounidense George Bancroft, de
profesión deán, quien en 1834 sostuvo que antes de la llegada de
los europeos a Norteamérica ésta era «una tierra yerma e
improductiva... Sus únicos habitantes eran unas cuantas tribus
desperdigadas, alejadas unas de otras, compuestas por bárbaros
débiles, carentes de comercio y de conexiones políticas». Al igual
que Las Casas, Bancroft creía que los indios habían vivido en
sociedades en las que nunca se produjo un solo cambio, con la
particularidad de que Bancroft consideraba esta intemporalidad como
indicio de pereza, no de inocencia.
De distintos modos, esa
caracterización que proponía Bancroft se prorrogó hasta entrado el
siglo siguiente. En 1934, Alfred L. Kroeber, uno de los fundadores de
la antropología americana, expuso la teoría de que los indios del
este de Norteamérica no pudieron desarrollarse —no pudieron tener
una historia propia— por la sencilla razón de que su vida
consistió de manera constante en una «guerra que era mera locura,
una guerra interminable, una continua guerra de desgaste». Escapar
al ciclo del conflicto era «punto menos que imposible», a su
parecer. «El grupo que tratara de desplazar sus valores de la guerra
a la paz estaba casi con toda seguridad condenado a una extinción
prematura»*. Kroeber reconoció que los indios, al margen de sus
continuas guerras, dedicaban cierto tiempo para cultivar sus
cosechas; pero insistía en que la agricultura «no era una actividad
básica de la vida en el este; era algo ancilar, en cierto sentido un
lujo». A resultas de ello, «el 95 por ciento, o tal vez más, de la
tierra que podría haber sido cultivada siguió siendo virgen».
Cuatro décadas después, Samuel Eliot
Morison, galardonado con el premio Pulitzer en dos ocasiones, cerró
sus dos volúmenes sobre El descubrimiento europeo de América con la
sucinta afirmación de que los indios no habían erigido monumentos o
instituciones duraderas. Aprisionados en una tierra asilvestrada, que
no cambió jamás, eran «paganos que contaban con llevar una vida
breve y embrutecida des-
* Según Joseph Conrad, esa violencia
inherente era de origen culinario. «El noble piel roja —explicó
el gran novelista— era un cazador formidable, pero sus mujeres no
habían llegado a dominar el arte de la cocina a conciencia, lo cual
tuvo consecuencias deplorables. Las siete naciones que poblaban las
riberas de los Grandes Lagos, así como las tribus de jinetes de las
llanuras, eran víctimas de una terrible dispepsia». Al estar sus
vidas asoladas por «la recurrente irritabilidad que sigue al consumo
de alimentos mal cocinados», eran de continuo propensas a las riñas.
ligada de toda esperanza de futuro».
La «principal función en la
historia» de los pueblos nativos, según proclamó en 1965 el
historiador británico Hugh Trevor-Roper, Barón Dacre de Glanton,
«consiste en mostrar en el presente la imagen de un pasado del cual
ha logrado escapar la historia».
Los manuales reflejaban al pie de la
letra estas convicciones académicas. En un examen de los manuales de
historia que se empleaban en Estados Unidos, Frances Fitzgerald llegó
a la conclusión de que entre 1840y 1940 la caracterización de los
indios se había desplazado, «si acaso, resueltamente hacia el
atraso». Los autores más antiguos consideraban que los indios eran
importantes, pese a no estar civilizados. Pero en libros posteriores
aparecen constreñidos en una misma fórmula: «perezosos, pueriles y
crueles». Un manual de gran difusión en la década de 1940 dedicaba
sólo «unos cuantos párrafos» a los indios, «el último de los
cuales lleva este epígrafe: "Los indios eran unos atrasados"»,
escribió Frances Fitzgerald.
Aunque hoy en día sean menos
habituales, semejantes puntos de vista no han desaparecido. La
edición de 1987 de American History: A Survey [«Historia de
Norteamérica: un repaso»), libro de texto habitual en los
institutos, y obra de tres conocidos historiadores, resumía de este
modo la historia de los indios: «Durante miles de siglos, siglos en
los cuales la raza humana no dejó de evolucionar, y a lo largo de
los cuales formó comunidades y sentó los cimientos de las
civilizaciones nacionales en África, Asia y Europa, los continentes
a los que hoy llamamos las Américas siguieron vacíos, desprovistos
de toda humanidad y de sus obras». La historia de los europeos en el
Nuevo Mundo, según informaba el libro a los estudiantes, «es la
historia de la creación de una civilización allí donde no había
existido ninguna».
Siempre es sencillo para quienes viven
en el presente sentirse superiores a los que vivieron en el pasado.
Alfred W. Crosby, historiador de la Universidad de Texas, señaló
que muchos de los investigadores que profesaron el error de Holmberg
vivieron en una época en la que las fuerzas motrices del pensamiento
parecían obedecer a los grandes líderes de origen europeo, y en la
que las sociedades blancas parecían a punto de aplastar a las
sociedades no blancas en todos los rincones del mundo. A lo largo de
todo el siglo xix y durante buena parte del xx, el nacionalismo
mantuvo un ascenso permanente, al tiempo que los historiadores
tendían a identificar la historia más con la nación que con las
culturas, las religiones o las formas de vida.
Sin embargo, la Segunda Guerra Mundial
enseñó a Occidente que los no occidentales, en este caso los
japoneses, eran capaces de introducir y experimentar vertiginosos
cambios en sus sociedades. La veloz desintegración de los imperios
coloniales europeos esclareció más si cabe esta cuestión.
Crosby comparaba los efectos de estos
acontecimientos sobre los expertos en ciencias sociales con los que
vivieron los astrónomos con «el descubrimiento de que las más
tenues manchas que se veían entre las estrellas de la Vía Láctea
eran en realidad galaxias muy remotas».
Entretanto, las nuevas disciplinas y
las nuevas tecnologías abrieron las puertas a nuevas formas de
examinar el pasado. Así irrumpieron la demografía, la climatología,
la epidemiología, la economía, la botánica y la palinología (el
análisis del polen), así como la biología molecular y evolutiva,
las técnicas de datación mediante carbono 14, el muestreo de
fragmentos de hielo, la fotografía por satélite, y la tamización y
análisis del terreno, el análisis genético por microsatélite y
los vuelos virtuales en tres dimensiones... todo un torrente de
nuevas técnicas y perspectivas. Y tan pronto como comenzaron a
utilizarse, la idea de que los seres humanos que habían ocupado en
solitario un tercio de la superficie de la Tierra apenas habían
cambiado durante millares de años comenzó a resultar poco o nada
verosímil. Es cierto que algunos investigadores han tratado de
rebatir vigorosamente los nuevos hallazgos, que han tachado de
exageraciones y desatinos. («Nos hemos limitado a reemplazar el mito
antiguo [el de la Tierra asilvestrada e intacta] por uno nuevo —se
mofó el geógrafo Thomas Vale—: el mito del paisaje humanizado»).
Pero al cabo de varias décadas de descubrimientos y debates, una
nueva panorámica de las Américas y de sus habitantes originales ha
comenzado a emerger.
La publicidad sigue conmemorando a los
indios nómadas y ecológicamente puros que emprendían a caballo la
caza del bisonte en las Grandes Llanuras de Norteamérica, pero en
tiempos de Colón la gran mayoría de los nativos americanos residían
al sur del Río Grande. No eran nómadas, sino que habían construido
algunas de las ciudades más grandes y opulentas del mundo y vivían
en ellas. Lejos de depender de la caza mayor, la mayoría de los
indios eran ganaderos y agricultores. Otros subsistían gracias al
marisco y el pescado. En cuanto a los caballos, resulta que los
caballos llegaron de Europa. Con la sola excepción de las llamas en
los Andes, en el Hemisferio Occidental no existían bestias de carga.
Dicho de otro modo, las Américas eran un territorio inmensamente más
bullicioso, ajetreado, diverso y poblado de lo que los investigadores
habían supuesto con anterioridad. Y también era más antiguo.
LAS OTRAS REVOLUCIONES NEOLÍTICAS
Durante gran parte del pasado siglo,
los arqueólogos creían que los indios habían llegado a las
Américas atravesando el estrecho de Bering hace más o menos trece
mil años, al término de la última glaciación. Como las gruesas
láminas de hielo encerraron enormes cantidades de agua, el nivel del
mar en el mundo entero descendió unos noventa metros.
El estrecho de Bering, escasamente
profundo de por sí, se convirtió en un amplio y sólido puente
entre Siberia y Alaska. En teoría, los pueblos paleoindios, como se
les ha llamado, se limitaron a cruzar a pie los ochenta y ocho
kilómetros que hoy separan los dos continentes. C. Vance Haynes,
arqueólogo de la Universidad de Arizona, dio los toques definitivos
a la hipótesis en 1964, cuando llamó la atención sobre el hecho de
que exactamente en aquella época —esto es, hace unos trece mil
años—, dos grandes láminas glaciares del noroeste de Canadá se
desgajaron del continente, dejando entre ambas un corredor
practicable, no demasiado frío, libre de hielos y banquisas. Los
paleoindios podrían haber pasado desde Alaska a las regiones menos
inhóspitas del sur a
través de ese canal sin tener que
atravesar a pie la masa de hielo. Por esa época, ésta se había
extendido tres kilómetros al sur del estrecho de Bering y estaba
casi desprovista de toda huella de vida. Sin el corredor libre de
hielo propuesto por Haynes, es difícil imaginar que los seres
humanos hubieran podido desplazarse al sur. La combinación del
puente de tierra con el corredor libre de hielo se ha producido una
sola vez en los últimos veinte mil
años, y tuvo una duración de muy
pocos siglos. Y todo esto aconteció antes de que emergiera la que
era entonces la cultura más antigua de la que se tiene noticia en
las Américas, la cultura de Clovis, así llamada por la población
de Nuevo México en la que, por vez primera, se observaron sin ningún
género de dudas sus rastros. La exposición con que revistió Haynes
su teoría le dio la apariencia de ser algo a prueba de todo
rebatimiento, tanto que relativamente pronto encontró eco en los
libros de texto. Yo la aprendí cuando estudiaba en el instituto. Lo
mismo le sucedió a mi hijo, treinta años más tarde.
En 1997, la teoría se desbarató de
forma brusca. Algunos de sus más ardientes defensores, entre ellos
el propio Haynes, reconocieron públicamente que una excavación
arqueológica llevada a cabo en el sur de Chile había demostrado de
manera inapelable la existencia de habitantes humanos en aquella
región hace más de doce mil años. Y puesto que aquellos pobladores
habitaban a más de once mil kilómetros al sur del estrecho de
Bering, una distancia que cuando menos habría costado mucho tiempo
recorrer, parece evidente que casi con toda seguridad habían llegado
allí antes de que el corredor libre de hielo quedara abierto. (Sea
como fuere, nuevas investigaciones han puesto en duda la existencia
de ese corredor). Si se piensa en la práctica imposibilidad de
salvar los glaciares sin la existencia del corredor, algunos
arqueólogos han propuesto que los primeros pobladores de las
Américas tuvieron que llegar hace veinte mil años, cuando el
corredor de hielo era mucho más angosto. E incluso antes: el
yacimiento arqueológico de Chile presentaba sugerentes evidencias de
artefactos manufacturados hace más de treinta mil años. O tal vez
se dé el caso de que los primeros indios llegaron en embarcaciones,
y no tuvieron necesidad del puente de tierra o es posible que
llegaran por Australia, pasando por el Polo Sur. «Nos hallamos en
una situación de gran confusión —me dijo el arqueólogo Stuart
Fiedel—. Todo lo que dábamos por sabido es seguramente un craso
error», añadió, exagerando un poco para causar mayor efecto.
No se ha alcanzado un consenso, aunque
es cada vez mayor el número de investigadores que creen que el Nuevo
Mundo estuvo habitado por un solo grupo, muy reducido, que cruzó el
estrecho de Be-ring, se atascó en Alaska y se diseminó por el resto
de las Américas en dos o tres oleadas sucesivas y bien
diferenciadas, siendo los antepasados de la mayoría de los indios
modernos el segundo de estos grupos. Los investigadores difieren en
cuestiones de detalle: algunos científicos plantean la hipótesis de
que en las Américas se produjeron antes de la llegada de Colón
hasta cinco oleadas sucesivas de asentamientos, la primera de las
cuales dataría de hace cincuenta mil años, nada menos. En la mayor
parte de las versiones, sin embargo, se considera que los indios
llegaron en una fecha relativamente tardía.
A los activistas en favor de los
indios les desagrada esta línea de investigación. «No te puedes ni
siquiera imaginar cuántos blancos han venido a decirme que "la
ciencia" demuestra que los indios eran un hatajo de intrusos»,
me comentó Vine Deloria Jr., experto en ciencias políticas de la
Universidad de Colorado, en Boulder. Deloria es autor de muchos
libros, entre ellos Red Earth, White Lies [«Tierra roja, mentiras
blancas»], una crítica a fondo de la corriente dominante en
arqueología. El índice analítico del libro deja constancia, en
líneas generales, de su contenido. En el apartado «Ciencia»
encontramos las entradas «corrupción, fraude y...», «explicaciones
de los indios ignoradas por...», «falta de pruebas de las teorías
de...», «el mito de la objetividad de...», «racismo de...», etc.
En opinión de Deloria, la arqueología intenta sobre todo apaciguar
la culpabilidad de los blancos. Asegurar que los indios acabaron con
otras poblaciones es algo que encaja a pedir de boca en este plan.
«Si nosotros sólo somos los ladrones que han robado las tierras a
otros —dijo Deloria—, ellos siempre pueden protegerse y decir:
"Pues bien, nosotros hicimos lo mismo.
Todos aquí somos emigrantes, ¿sí o
no?"».
La lógica moral de ese argumento que
trae a colación Deloria, según el cual «todos somos emigrantes»,
es cuando menos dificil de analizar. Parece venir a decir que dos
errores dan por resultado un acierto. Pero es que, por si fuera poco,
no hay pruebas que demuestren que el primer «error» fuera realmente
un error: no se sabe absolutamente nada acerca de los contactos
habidos entre las sucesivas oleadas de las migraciones paleoindias.
En cualquier caso, el hecho de que la inmensa mayoría de los
americanos nativos de hoy en día llegaran en primer o en segundo
lugar es algo irrelevante de cara a la valoración de sus logros
culturales. En todas las suposiciones que cabe imaginar, salieron del
continente euroasiático antes de que se tuviera la menor noticia de
la Revolución Neolítica.
La Revolución Neolítica constituye
la invención de las técnicas agrarias y ganaderas, acontecimiento
cuya relevancia no se puede pasar por alto. «La trayectoria del ser
humano —escribió el historiador Ronald Wright—, se divide en
dos: todo lo que hubo antes de la Revolución Neolítica y todo lo
que vino después». Ésta tuvo su origen en Oriente Próximo, hace
más o menos once mil años. En los milenios siguientes, la rueda y
los utensilios de metal empezaron a utilizarse en esa misma región.
Los sumerios amalgamaron ambas invenciones, añadieron a éstas la
escritura, y en el tercer milenio antes de Cristo crearon la primera
gran civilización. Desde entonces, todas las culturas europeas y
asiáticas, sin que importe lo dispares que puedan ser por su
apariencia, se hallan a la sombra de la civilización sumeria. Los
americanos nativos, que abandonaron Asia mucho antes de que se
iniciase la agricultura, se perdieron a la fuerza los grandes
beneficios generados por esta técnica. «Tuvieron que hacerlo todo
por su cuenta», me comentó Crosby.
De manera sobresaliente, lo
consiguieron.
Los investigadores saben desde hace
mucho que en Mesoamérica se produjo una segunda Revolución
Neolítica, independiente de la primera. El momento exacto en que
tuvo lugar es incierto —los arqueólogos la sitúan cada vez más y
más atrás—, pero ahora se cree que se produjo hace más o menos
diez mil años, esto es, no mucho después de la Revolución
Neolítica de Oriente Próximo. No obstante, en 2003, los arqueólogos
descubrieron antiguas semillas de calabazas cultivadas en la zona
costera de Ecuador, al pie de los Andes, que bien podrían ser más
antiguas que cualquier otro resto agrícola de toda Mesoamérica, lo
cual entrañaría que tuvo lugar una tercera Revolución Neolítica.
Esta Revolución Neolítica probablemente desembocó, entre otras
muchas cosas, en el comienzo de las culturas del Beni. Los dos
Neolíticos americanos se extendieron con más lentitud que su
contrapartida en Eurasia, posiblemente porque en muchos lugares los
indios no tuvieron tiempo para alcanzar la densidad de población
requerida, y posiblemente, también, por la extraordinaria naturaleza
de la cosecha india más destacada, el maíz*.
Los antecedentes del trigo, del arroz,
del mijo y de la cebada recuerdan de manera evidente a sus
descendientes cultivados. Por ser comestibles y sumamente fértiles,
es fácil imaginar cómo surgió la idea de plantar estas especies
vegetales. El maíz, en cambio, no puede reproducirse por sí solo,
porque los granos están envueltos bajo las prietas hojas que
encierran la mazorca, de manera que los indios tuvieron que
desarrollar el maíz a partir de alguna otra especie. Ahora bien, no
existen especies silvestres que recuerden el maíz. Su pariente
genético más próximo es una hierba de montaña que se llama
teocinte, y que a primera vista es completamente distinta; de
entrada, las mazorcas son aún más pequeñas que el maíz enano que
se sirve en los restaurantes chinos. Nadie se alimenta del teocinte,
porque produce demasiado poco grano para que valga la pena cultivar-
* En Estados Unidos y algunas partes
de Europa se le llama corra. Prefiero utilizar «maíz» [maizeen el
original] porque el maíz indio, multicolor y consumido sobre todo
después de su secado y molido, es asombrosamente distinto de la
variedad de granos amarillos, dulces, uniformes, que por lo general
evoca en Norteamérica el término coro. En Gran Bretaña, coro
también puede hacer referencia al cereal que se cosecha de manera
más intensiva en una región; por ejemplo, a la avena en Escocia se
la denomina en ocasiones con este término. [En castellano la
distinción no es relevante. N. de los T.]..
Al crear el maíz moderno a partir de
esa planta tan poco prometedora, los indios llevaron a cabo una
hazaña tan inverosímil que los arqueólogos y los biólogos han
pasado décadas y aún siguen discutiendo acerca del modo en que se
logró. Junto con las diversas variedades de la calabaza, las alubias
y los aguacates, el maíz proporcionó a Mesoamérica una dieta
equilibrada, seguramente más nutritiva que la de sus equivalentes en
Oriente Próximo o en Asia. (La agricultura andina, basada en las
patatas .y los frijoles, y la agricultura amazónica, basada en la
mandioca [cassava], tuvieron un impacto amplio, aunque globalmente no
fuese comparable al del maíz).
Pasaron más o menos siete mil años
entre el primer albor del Neolítico en Oriente Próximo y el
establecimiento de la civilización sumeria. Los indios recorrieron
idéntico camino en algo menos (aunque los datos son excesivamente
precarios para tratar de ser más precisos). La palma deben
llevársela sin lugar a dudas los olmecas, la primera cultura
tecnológicamente compleja del hemisferio. Tras aparecer en la parte
más estrecha de la «cintura» de México en torno al año 1800
a.C., dieron en vivir en ciudades y poblaciones construidas en torno
a montículos donde levantaban sus templos. En torno a ellos se veían
colosales cabezas masculinas, de piedra, muchas de ellas de un metro
ochenta de alto, o más, con unos tocados parecidos a los cascos, el
ceño perpetuamente fruncido y rasgos un tanto africanos, detalle
este último que ha dado lugar a ciertas especulaciones en torno a
que la cultura olmeca estuviera inspirada en viajeros llegados de
África. Los olmecas no fueron sino la primera de las muchas
sociedades que surgieron en Mesoamérica a lo largo de esta época.
La mayoría profesaba religiones que
se basaban en los sacrificios humanos, siniestras a tenor de los
criterios actuales, pero sus logros económicos y científicos fueron
sin duda brillantes. Inventaron una docena de sistemas de escritura
diferentes, establecieron redes comerciales muy extensas, registraron
las órbitas de los planetas, crearon un calendario de 365 días al
año (mucho más exacto que los que entonces existían en Europa), y
registraban su propia historia en «libros» plegados como los
acordeones, sobre hojas de corteza de higuera.
Es posible que su mayor hazaña
intelectual fuese la invención del cero. En su clásica historia
titulada Number: The Language of Science [«El número: el lenguaje
de la ciencia»], el matemático Tobias Dantzig afirmó que el
descubrimiento del cero fue «uno de los mayores logros de la
humanidad», «un momento decisivo» en las matemáticas, la ciencia
y la tecnología. El primer indicio, aún en susurros, que se tiene
del cero en Oriente Próximo se produjo en torno al año 600 a.C. Al
sumar las cifras, los babilonios las disponían en columnas, como
aprenden hoy a hacer los niños. Para distinguir entre sus
equivalentes del 11 y del 101, colocaban dos señales triangulares
entre los dígitos, 1,1á1, para entendernos. (Como el sistema
matemático de los babilonios era sexagesimal y no decimal, el
ejemplo es correcto sólo en principio). Curiosamente, sin embargo,
no empleaban el símbolo para distinguir entre sus versiones del 1,
el 10, y el 1001. Tampoco sabían los babilonios sumar ni restar con
el cero, ni menos aún emplear el cero para entrar en el reino de los
números negativos. Los matemáticos sánscritos emplearon el cero
por primera vez, en el sentido contemporáneo —esto es, en tanto
cifra, no tan sólo a la derecha de una cantidad— en algún momento
de los primeros siglos de nuestra era. En Europa, el cero no aparece
hasta el siglo xII. Los gobiernos europeos y el Vaticano se
resistieron al cero, a ese algo que representaba la pura nada, por
considerarlo foráneo y en modo alguno cristiano. Entretanto, el
primer cero del que se tiene constancia en las Américas aparece en
un bajorrelieve maya del año 357 de nuestra era, posiblemente
anterior al sánscrito. Y hay monumentos anteriores al nacimiento de
Cristo en los que no aparecen los ceros, pero sí las fechas según
un sistema de calendario que se basa en la existencia del cero.
¿Significa esto que los mayas
estuvieran más avanzados que sus semejantes por ejemplo de Europa?
Los científicos sociales suelen torcer el gesto ante esta pregunta,
y no les faltan razones. Los olmecas, los mayas y otras sociedades
mesoamericanas fueron pioneros mundiales en las matemáticas y la
astronomía, pero no empleaban la rueda. Podrá parecer asombroso:
habían descubierto la rueda, pero no la empleaban nada más que para
los juguetes infantiles. Quienes quieran encontrar una historia de
superioridad cultural, la encontrarán en el cero; quienes busquen un
fracaso, lo encontrarán en la rueda. Ninguna de las dos líneas
argumentales sirve de gran cosa. Lo más importante es que en el año
1000 d.C. los indios habían ampliado las revoluciones neolíticas
hasta el punto de crear una panoplia de civilizaciones diversas por
todo el hemisferio.
Quinientos años después, cuando
Colón se adentró en aguas del Caribe, los descendientes de las
distintas revoluciones neolíticas que en el mundo fueron se
encontraron en una colisión que tuvo consecuencias terribles para
todos.
UNA VISITA GUIADA
Imaginemos, por un momento, un viaje
imposible: tomamos un avión y despegamos del este de Bolivia, como
fue mi caso, pero estamos en el año 1000 d.C., y realizamos un vuelo
de reconocimiento a lo largo de todo el Hemisferio Occidental. ¿Qué
sería visible desde las ventanillas del aparato?
Hace cincuenta años, la mayor parte
de los historiadores habrían dado una respuesta muy simple a esta
pregunta: dos continentes absolutamente asilvestrados, poblados muy
escasamente por bandas dispersas cuyo modo de vida apenas habría
cambiado nada desde la última glaciación. Las únicas excepciones
serían México y Perú, donde los mayas y los ancestros de los incas
avanzaban casi a rastras hacia los comienzos de la Civilización.
Hoy, la idea que tenemos es
completamente distinta en casi todos los sentidos. Imaginemos que ese
avión del primer milenio vuela hacia el oeste, desde los páramos
del Beni a las cumbres de los Andes. Nada más iniciar el trayecto,
se encuentran los caminos elevados y los canales que se ven
actualmente, con la peculiaridad de que están en perfectas
condiciones y repletos de gente. (Hace cincuenta años, esos trabajos
de preparación del terreno realizados en tiempos prehistóricos eran
casi del todo desconocidos incluso para quienes vivían en las
inmediaciones). Al cabo de poco más de
ciento cincuenta kilómetros, el avión
gana altura para salvar las montañas, y la panorámica de la
historia vuelve a cambiar. Hasta hace relativamente poco, los
investigadores habrían dicho que las tierras altas, en el año 1000,
estaban ocupadas por pequeñas localidades muy diseminadas, y que
sólo había dos o tres grandes ciudades con sólidas construcciones
de piedra. Las más recientes investigaciones arqueológicas han
servido para revelar que en esta época en los Andes existían dos
estados en la montaña, cada uno de ellos mucho más extenso de lo
que previamente se suponía.
El estado más cercano al Beni tenía
su centro en torno al lago Titicaca, una masa de agua andina de 180
kilómetros de longitud, a caballo entre la frontera de Perú y
Bolivia. La mayor parte de esta región se encuentra a una altitud de
3.600 metros, tal vez más. Los veranos son cortos, los inviernos
lógicamente largos. Esta «tierra desolada, gélida», como escribió
el aventurero Victor von Hagen, «era a todas luces el último lugar
en el que uno podría dar por hecho que se hubiera desarrollado una
cultura». Lo cierto es que el lago y sus alrededores son
relativamente templados, y que la tierra circundante está menos
expuesta ysonmásheladas que las zonas altas que la rodean.
Aprovechándose de ese a más o menos benigno, la población de
Tiahuanaco, uno de los asentamientos que han existido alrededor del
lago, comenzó florecer después del año 800 a.C. con el drenaje de
los humedales 'fue flanqueaban los ríos que iban a dar al largo,
casi todos proceden ledel
sur. Mil años después, la población había crecido hasta el pun- :
de ser sede de un extenso sistema de gobierno, una suerte de
ciudad-estado, también llamado Tiahuanaco.
Al ser no tanto un estado centralizado
como un conjunto de ayuntamientos unidos por la égida
religioso-cultural del centro de los mismos, Tiahuanaco se benefició
de las diferencias ecológicas extremas que tienen lugar entre la
costa del Pacífico, las montañas escarpadas y el altiplano, y llegó
a crear una tupida red de intercambios: pescado del mar; llamas del
altiplano, y frutas, verduras y cereales de los campos que rodeaban
el lago. Gracias a la acumulación de la riqueza, la ciudad de
Tiahuanaco llegó a ser una maravilla de pirámides en terrazas y
grandes monumentos. Los muelles y diques de piedra se adentraban en
las aguas del lago Titicaca, y a sus costados se apiñaban las barcas
de alta proa, hechas de cañas y juncos. Dotada de agua corriente, de
una red de alcantarillas cerrada, de paredes pintadas de colores
chillones, Tiahuanaco llegó a contarse entre las ciudades más
impresionantes del mundo.
Alan L. Kolata, arqueólogo de la
Universidad de Chicago, realizó sucesivas excavaciones en Tiahuanaco
durante los años ochenta y a comienzos de los noventa. Ha escrito
que alrededor del año 1000 la ciudad tenía una población de unos
115.000 habitantes, junto con otro cuarto de millón en los campos
circundantes. Son cifras que París, por ejemplo, tardaría todavía
cinco siglos en alcanzar. La comparación no parece un disparate. En
aquel entonces, el territorio que ocupaba el pueblo Tiahuanaco tenía
más o menos el tamaño de la Francia actual. Otros investigadores
creen que esta estimación de la población es demasiado elevada. Es
más probable que fueran veinte o treinta mil en la ciudad, según
Nicole Couture, arqueóloga de la Universidad de Chicago que
contribuyó a editar la publicación definitiva de la obra de Kolata
en 2003. Y, en su opinión, el número de pobladores de los campos
circundantes sería similar.
¿Cuál de los dos planteamientos es
el correcto? Si bien Couture se mostraba plenamente segura de sus
estimaciones, afirmó que tendría que pasar aún «otra década»
hasta que se pudiera zanjar el asunto. Sea como fuere, el número
exacto no afecta a lo que ella considera el punto crucial de la
cuestión. «Construir una ciudad tan grande en un lugar como éste
es algo realmente insólito —dijo—. Me doy perfecta cuenta cada
vez que vuelvo allí».
Al norte y al oeste de Tiahuanaco, en
lo que hoy es el sur de Perú, se encontraba el estado rival de
Huari, que abarcaba por entonces más de mil quinientos kilómetros
por la columna vertebral de la cordillera andina.
Organizados de manera más férrea, y
con una mentalidad militar mayor que la de Tiahuanaco, los
gobernadores de Huari idearon una especie de fortalezas que
construyeron con arreglo a un mismo patrón y distribuyeron a lo
largo de sus fronteras. La capital, llamada también Huari, se
encontraba a gran altura, cerca de la moderna ciudad de Ayacucho. Con
una población tal vez cercana a los setenta mil habitantes, Huari
era un denso laberinto, lleno de callejuelas, con templos
amurallados, patios ocultos, tumbas reales y edificios de viviendas
de hasta seis plantas de altura. La mayoría de los edificios estaban
recubiertos de yeso blanco, con lo cual la ciudad resplandecía al
sol de las montañas.
En el año 1000 d. C., fecha de
nuestro imaginario vuelo de reconocimiento, ambas sociedades se
hallaban aquejadas por una sucesión de terribles sequías. Es
posible que ochenta años antes las tormentas de arena hubieran
asolado los altiplanos y ennegrecido los glaciares de las cumbres.
(Las prospecciones de hielo de los años noventa hacen pensar en esta
posibilidad). Se produjo después una larga serie de sequías
prolongadas, muchas de más de una década de duración, punteadas
por tremendas inundaciones. (Los sedimentos y los anillos de los
árboles describen bien esta secuencia). La causa del de- sastre
todavía está por ver, pero algunos meteorólogos creen que el
Pacífico está sujeto a azotes «mega-Niño», potentísimas y
asesinas versiones del patrón de conducta de «El Niño», de sobra
conocido, que causa no pocos destrozos en la climatología del
continente americano a día de hoy. Aquellos «mega- Niños» se
produjeron cada pocos siglos entre los años 200y 1600 d.C. En 1925 y
1926, un El Niño bastante potente, sin llegar a ser un mega-Niño,
sino sólo uno mayor que de costumbre, arrasó la Amazonia con tales
olas de calor que los fuegos declarados espontáneamente, repentinos,
acabaron con la vida de cientos, tal vez miles de personas en la
jungla. Se secaron los ríos, se alfombraron los lechos de peces
muertos. En el siglo xi, posiblemente un mega-Niño provocara las
sequías de aquellos años. Sea cual fuere la causa de este trastorno
climatológico, lo cierto es que puso seriamente a prueba a las
sociedades de Huari y de Tiahuanaco.
En este punto conviene ser precavido.
Europa sufrió una «pequeña glaciación» de frío extremo entre
los siglos xtv y xtx, aunque los historiadores rara vez atribuyen el
ascenso y caída de los estados europeos durante ese periodo a los
cambios climáticos. Fueron los inviernos atroces los que impulsaron
a los vikingos a salir de Groenlandia, y esos mismos inviernos fueron
responsables de las pobres cosechas que exacerbaron las tensiones en
la Europa continental, a pesar de lo cual pocos afirmarían que
aquella pequeña glaciación fue la causa de la Reforma. Del mismo
modo, los mega-Niños no fueron sino una más de las muchas presiones
que sufrieron las civilizaciones andinas de la época, presiones a
las que al fin y a la postre ni Huari ni Tiahuanaco supieron
sobrevivir por medio de sus recursos políticos. Poco después del
año 1000, el «estado» de Tiahuanaco se desintegró en fragmentos
que no volverían a unirse hasta pasados cuatro siglos, cuando los
incas los
absorbieron. También cayó Huari.
Ocupó su lugar, y tal vez es posible que propiciara su
derrocamiento, un estado llamado Chimor, que llegó a controlar un
imperio que se extendía por todo el centro de Perú hasta ser
también asimilado por los incas.
Historias de este estilo, recién
descubiertas, aparecen prácticamente por todas las Américas.
Pongamos con nuestro avión rumbo al norte, hacia Centroamérica y el
sur de México, para adentrarnos en la península del Yucatán, cuna
y patria de los mayas. Hace cuarenta años que son bien conocidas las
ruinas mayas, desde luego, pero entre ellas también se han
descubierto muchas novedades. Parémonos a considerar Calakmul, las
ruinas que Peter Menzel y yo visitamos a comienzos de los años
ochenta. Apenas excavadas una vez que se produjo su descubrimiento,
cuando nosotros llegamos, las ruinas de Calakmul estaban cubiertas
casi del todo por una vegetación reseca, espinosa, que formaba una
inmensa maraña de púas y cubría sus dos enormes pirámides. Cuando
Peter y yo hablamos con William J. Folan,
de la Universidad Autónoma de
Campeche, que entonces comenzaba a trabajar en el yacimiento de la
ciudad, nos aconsejó que ni siquiera intentásemos llegar a las
ruinas a menos que pudiéramos alquilar un camión de gran tonelaje,
y que no se nos ocurriese ir, ni siquiera con el camión, en caso de
que hubiera llovido. Nuestra visita a Calakmul no nos llevó a pensar
que los consejos de Folan fueran un desatino. Los árboles envolvían
los inmensos edificios, y las raíces desencajaban lentamente las
paredes de roca caliza. Peter fotografió un monumento de metro y
medio o dos metros de altura, que abrazaban por completo las raíces
como si fueran boas constrictor. Tan abrumadora era la presencia de
la selva tropical que yo llegué a pensar que la historia de Calakmul
quedaría para siempre sumida en lo desconocido.
Por fortuna, estaba en un error. A
comienzos de los años noventa, el equipo de Folan había llegado a
saber que ese lugar, olvidado desde hacía mucho tiempo, abarcaba
como mínimo cuarenta kilómetros cuadrados y contaba con miles de
edificios y docenas de pantanos y canales. Era la más grande de las
ciudades estado de los mayas que jamás se hubiera visto. Los
investigadores desbrozaron y fotografiaron los más de cien
monumentos que se conservan, y lo hicieron justo a tiempo, pues los
paleógrafos (expertos en escritura antigua) habían descifrado
entretanto los jeroglíficos mayas. En 1994 identificaron el antiguo
nombre de la ciudad estado: Kaan, el Reino de la Serpiente. Seis años
después se descubrió que Kaan fue el epicentro de una guerra
devastadora que convulsionó todo el imperio maya durante más de un
siglo. YKaan no es sino una más entre la docena larga de ciudades
mayas que se han investigado en las últimas décadas por vez
primera.
El territorio maya, una colección de
unas sesenta ciudades y reinos que formaban una compleja red de
alianzas y de enfrentamientos tan enmarañada como la Alemania del
siglo )(vil, fue sede de una de las culturas intelectualmente más
sofisticadas del mundo. Un siglo antes de nuestro imaginario vuelo de
reconocimiento, sin embargo, el corazón de la tierra de los mayas
ingresó en una especie de Edad Oscura. Muchas de las ciudades más
grandes se vaciaron, al igual que buena parte de los campos
circundantes. Por increíble que sea, parte de las inscripciones de
la última época son pura jerigonza, como si los escribas hubieran
olvidado el conocimiento del arte de la escritura y se hubieran visto
reducidos a la imitación sin sentido de lo que hicieron sus
ancestros. Por la época de nuestro vuelo sobre estas tierras, la
mitad, o tal vez más, de lo que había sido la tierra floreciente de
los mayas estaba ya abandonada.
Algunos expertos en ciencias naturales
atribuyen este hundimiento, próximo en el tiempo al desplome de
Huari y Tiahuanaco, a una sequía de enormes proporciones. Los mayas,
millones de habitantes apretados en una tierra poco apta para el
cultivo intensivo, estaban peligrosamente a punto de rebasar la
capacidad máxima de sus ecosistemas. La sequía, causada casi con
toda seguridad por un megaNiño, bastó para que aquellas sociedades,
que vivían tan cerca del borde del acantilado, tuvieran que saltar
al abismo.
En semejantes hipótesis resuenan con
fuerza ciertos temores ecológicos contemporáneos, lo cual
contribuye a que sean populares fuera del medio académico. En éste,
el escepticismo es más corriente. Los registros arqueológicos
muestran que el sur de Yucatán fue abandonado del todo, mientras que
las ciudades mayas del norte de la península siguieron
desarrollándose e incluso crecieron. De un modo harto peculiar, la
tierra abandonada era la más húmeda, con sus ríos, lagos, bosques
pluviales, por lo cual tendría que haber sido el sitio más indicado
para esperar a que remitiera la sequía. A la inversa, el norte del
Yucatán era seco y rocoso. Es dificil imaginar por qué la población
huyó de la sequía a zonas que seguramente eran las más secas.
¿Y el resto de Mesoamérica? Según
seguimos el vuelo con rumbo al norte,
vale la pena mirar al oeste, a
las colinas que hoy se encuentran en los estados mexicanos de Oaxaca
y Guerrero. Aquí se encuentran las pendencieras y divididas ciudades
estado de los mixtecas, que finalmente engullirán a los zapotecas
instalados en el altiplano, en la ciudad de Monte
Albán, sus rivales desde
antiguo. Más al norte se hallan los toltecas, en
rápida y violenta expansión
de su imperio, que ensanchan en todas
direcciones a partir de una
cuenca de profundidad considerable que hoy
alberga la Ciudad de México.
Como suele suceder, el rápido éxito militar de
los toltecas conduce a las
luchas políticas. Una pugna de dimensiones
shakespearianas, rematada con
acusaciones de embriaguez y de incesto,
obligó a abandonar el trono a un rey
longevo, Topiltzin Quetzalcoatl,
probablemente en el año 987.
Huyó junto con sus numerosos leales, por
barco, a la península de
Yucatán, aunque juró regresar. En la época de
nuestro viaje por avión,
Quetzalcoatl por lo visto había conquistado la ciudad
maya de Chichén Itzá y ya
había emprendido su reconstrucción según el
modelo tolteca. (Prominentes
arqueólogos muestran desacuerdos entre sí
respecto a estos
acontecimientos, pero los murales y las placas grabadas de
Chichén Itzá, que representan
un ejército tolteca en el acto de destruir de
forma cruel y sangrienta a un
ejército maya, difícilmente se pueden
descartar).
Sigamos rumbo a lo que hoy es el
suroeste de Estados Unidos,
sobrepasando las explotaciones
ganaderas del desierto y las cuevas habitadas
en los montes, hacia la zona de
las sociedades del Misisipi, en el Medio
Oeste. No hace mucho, los
arqueólogos provistos de nuevas técnicas han
sacado a la luz la tragedia de
Cahokia, cerca de la moderna ciudad de San Luis,
que en su día fue la mayor
localidad al norte del Río Grande. Su construcción
comenzó hacia el año 1000
d.C. sobre una estructura de tierra que a la
sazón terminaría por abarcar
una seis hectáreas, elevándose a una altura de
treinta metros, muy por encima
de cualquier otra elevación en muchos
kilómetros a la redonda. En lo
alto del montículo se encontraba el templo
consagrado a los reyes divinos,
encargados de que la climatología fuese
favorable a la agricultura.
Como si se tratara de darles la razón, los maizales se
ondulaban al viento casi hasta
donde la vista alcanzaba. A pesar de esta
prueba concluyente de su
poderío, los gobernadores de Cahokia estaban
buscándose ellos mismos serias
complicaciones. Al esquilmar los bosques
situados río arriba para
aprovechar la leña, conduciendo los troncos por el río
hasta la ciudad, estaban
desprotegiendo el terreno e incrementando la
probabilidad de que las
inundaciones fueran catastróficas. Cuando éstas se
produjeron, los reyes que se
habían ganado la legitimidad afirmando su
control sobre el clima iban a
tener que hacer frente a las coléricas
interrogaciones de sus
súbditos.
Sigamos más al norte, hacia la tierra
menos populosa, territorio de los
cazadores y los recolectores.
Retratados en infinidad de libros de historia de
Estados Unidos y en los
westerns de Hollywood, los indios de las Grandes
Llanuras son los más conocidos
para los no expertos en la materia. En
términos puramente
demográficos, vivían en tierra de nadie, en zonas lejanas
y poco pobladas. Su vida
distaba tanto de la de los señores de Huari o los jefes
toltecas como la de los nómadas
de Siberia de la aristocracia de Pekín. En lo
material, sus culturas también
eran más sencillas: carecían de escritura, no
construyeron plazas de piedra
ni templos impresionantes, aunque los grupos
de la Llanuras sí dejaron unos
cincuenta anillos de piedra que recuerdan Stonehenge. La relativa
carencia de bienes materiales ha llevado a muchos a
considerar que estos grupos
ejemplifican una ética consistente en vivir sin dejar
huella en la tierra. Es
posible, pero Norteamérica era una región afanosa y
habladora. Hacia el año 1000,
se habían trabado relaciones comerciales entre
todo el continente desde un
millar de años antes; la madreperla del golfo de
México se ha encontrado en
Manitoba, y el cobre del lago Superior en
Luisiana.
Renunciando por completo a la ruta
norte, podríamos enfilar el avión
imaginario hacia el este desde
el Beni, rumbo a la desembocadura del
Amazonas. Nada más dejar atrás
el Bení nos habríamos encontrado, en lo que
hoy es el estado brasileño de
Acre, al noreste, otra sociedad con fuerte
implantación: una red de
pequeñas aldeas asociadas también con trabajos de
preparación del terreno, sólo
que circulares y cuadrados, de formas muy
distintas a los encontrados en
el Beni. Menos aún se sabe de estos pueblos; los
restos de sus aldeas se
descubrieron sólo en 2003, después de que los rancheros
talaran los bosques tropicales
que los cubrían. Según los arqueólogos
finlandeses que los
describieron por vez primera, «es evidente» que «eran muy
comunes en las tierras bajas de
la Amazonia densidades de población
relativamente altas». De este
modo, los finlandeses resumen la creencia de toda
una nueva generación de
investigadores amazónicos: el río y sus orillas
estaban mucho más poblados en
el año 1000 que hoy en día, especialmente en
los tramos inferiores. Densos
rosarios de aldeas se apiñaban en los montículos
que flanquean am-1 bas orillas,
cuyas poblaciones se dedicaban a la pesca y al cultivo de las
llanuras aluviales y de algunos trechos de las tierras altas.
Más importantes eran los huertos de
las aldeas que ocupaban los montículos
a lo largo de kilómetros
enteros. Los indios amazónicos practicaban una suerte
de silvicultura agraria, o de
cultivo de árboles, absolutamente distinta de la
agricultura de Europa, África
o Asia.
No todas las poblaciones eran
pequeñas. Cerca del Atlántico se encontraba
el territorio de los jefes de
Marajó, una isla enorme en la desembocadura
del río. La población de
Marajó, recientemente calculada en torno a los
100.000 habitantes, tal vez
fuera igualada e incluso superada por una
aglomeración todavía carente
de nombre, situada a casi un millar de
kilómetros río arriba, en
Santarém, una agradable ciudad que hoy todavía
duerme la resaca de las pasadas
fiebres del caucho y del oro que se
produjeron en la Amazonia. Las
construcciones antiguas tanto en el interior
de la ciudad moderna como de
sus alrededores apenas se han investigado.
Prácticamente todo lo que sabemos es
que se encontraba maravillosamente
situada en un altozano que
dominaba la desembocadura del Tapajós, uno de
los mayores afluentes del
Amazonas. Sobre ese altozano, los geógrafos y los
arqueólogos hallaron en los
años noventa una zona de más de cinco
kilómetros de lado que tenía
una gruesa capa de trozos de cerámica, de
manera muy similar a Ibibate.
Según William I. Woods, arqueólogo y
geógrafo de la Universidad de
Kansas, en la región pudo haber más de
400.000 habitantes, al menos en
teoría, por lo que bien pudo ser uno de los
lugares más populosos del
mundo.
Y así sucesivamente. Los estudiosos
occidentales han escrito historias
universales al menos desde
comienzos del siglo xx. Hijos de sus propias
sociedades, estos primeros
historiadores han hecho natural hincapié en la
cultura que mejor conocían, la
cultura sobre la cual sus lectores deseaban
saber más cosas. Pero a lo
largo del tiempo fueron añadiendo a sus historias
relatos que versaban acerca de
otros lugares del mundo, capítulos que
trataban sobre China, India,
Persia, Japón y otros lugares. Los investigadores
se descubrieron ante los logros
en las artes y las ciencias de las sociedades no
occidentales. A veces, sus
esfuerzos los hicieron a regañadientes, o bien
fueron mínimos, pero las zonas
todavía ignotas de la historia de la
humanidad fueron poco a poco
reduciéndose r que una forma razonable de
resumir
este
nuevo
saber
consistiría
en
decir que, por fin, ha
comenzado a colmarse una de las mayores lagunas de la historia: la que
corresponde al Hemisferio Occidental antes de 1492.
Según los conocimientos actuales, se
trataba de un lugar próspero,
de asombrosa diversidad, con un tumulto de lenguas, con
un comercio nutrido, con
cultura notable; una región en la que decenas de
millones de personas amaban y
odiaban y adoraban igual que se hacía en
cualquier otro lugar del mundo.
Buena parte de este mundo se volatilizó después
de Colón, barrido por las
enfermedades y por su sometimiento a los extranjeros.
Ese borrado fue tan completo que, al
cabo de pocas generaciones, ni
conquistadores ni conquistados
eran conscientes de que tal mundo había existido. Ahora, sin
embargo, vuelve a aflorar. Parece que es de nuestra incumbencia
echarle un vistazo a fondo.