VICISITUDES DE LA
IDENTIDAD Y EL DESARROLLO NACIONAL
Roberto
López Sánchez. Departamento de Ciencias Humanas. Facultad Experimental de
Ciencias. Universidad del Zulia. Av. Universidad, Edificio Grano de Oro.
Maracaibo. Estado Zulia. Venezuela. Correo: cruzcarrillo2001@yahoo.com.
RESUMEN.
El
trabajo aborda el análisis de la identidad en Venezuela en su desarrollo
histórico, desde 1830 hasta el presente, y su influencia en el desarrollo
independiente de la nación. Se asume la identidad como un proceso de permanente
construcción y cambio. Son consideradas las limitaciones presentes para el
surgimiento y fortalecimiento de una identidad nacional en los inicios del
período republicano. Se enfatiza la ausencia de un proyecto de desarrollo
nacional burgués, como traba principal para la formación de una fuerte
identidad nacional venezolana que aupara este mismo crecimiento. La
subordinación histórica ante el capital foráneo de las elites dirigentes desde
1830 hasta 1998, actuó como elemento limitante de la identidad nacional. Se
valora la existencia embrionaria de una identidad latinoamericana, específica y
diferenciada de nuestras raíces culturales indígenas, europeas y africanas. Es
considerado el contexto del mundo globalizado y las amenazas implícitas en los
intentos del centro de poder mundial por homogenizar las culturas de los
pueblos en base al “american way of life”. Finalmente se considera la necesidad
del cambio social en América Latina para impulsar a su vez una identidad que
fortalezca el camino del desarrollo independiente y soberano de nuestros
pueblos.
Palabras claves: Identidad, desarrollo independiente,
Latinoamérica, Venezuela.
INTRODUCCION.
Una fuerte identidad es
imprescindible para hacer avanzar cualquier proyecto de desarrollo, como lo ha
demostrado la historia de las grandes potencias que hoy dominan la economía
mundial. Pero la identidad en Venezuela ha tenido un desarrollo accidentado a
lo largo de nuestra historia patria. Pensamos que las limitaciones presentes en
nuestro proceso de crecimiento como país se han derivado de la ausencia de una
verdadera identidad nacional, cuya construcción no ha sido promovida por
nuestras elites dominantes con la misma fuerza demostrada por las grandes potencias
del mundo contemporáneo al hacer avanzar su propio sentimiento nacional.
Aunque nacimos al mundo en un
glorioso proceso de independencia, sin nada que envidiarle al de naciones como
los Estados Unidos, sin embargo nuestro desarrollo como país se ha quedado muy
atrás en el contexto mundial. Nuestros próceres arriesgaron la vida para
construir una gran nación, pero el resultado luego de casi 200 años es muy
desalentador. Mientras las trece colonias inglesas de Norteamérica se
independizaron formando una sola nación, las colonias hispanoamericanas
terminaron conformando multitud de pequeños estados nacionales que fragmentaron
nuestras capacidades de incidir en el sistema mundial. La ausencia de
perspectiva independiente en quienes terminaron siendo nuestros gobernantes al
nacer como república, en 1830, y del resto de gobernantes que se sucedieron en
el país, condujo al mantenimiento de los lazos de subordinación que se
establecieron con el naciente capitalismo mundial durante nuestro período
colonial, y la progresiva recreación de los mismos hacia formas de dominio
neocolonial permitió que llegáramos al siglo XXI casi en las mismas condiciones
en que estábamos en el siglo XVIII, siendo un país exportador de materias
primas, inserto en la periferia del sistema económico mundial.
Pretendemos recorrer aquí el proceso
histórico vivido por nuestra identidad, considerando las limitaciones que han
impedido su desarrollo y valorando los aportes de quienes actuaron para que
Venezuela se convirtiera en un país independiente y soberano. En este análisis
se hace necesario considerar diversas perspectivas sobre la identidad, en
cuanto a la amplitud geográfica de la misma. Dado que en nuestro origen
republicano formamos parte de un proyecto de independencia continental, tal
como lo concibieron Miranda y Bolívar, el desarrollo de la identidad también se
ha vinculado a diferentes espacios, según fueran prevaleciendo el amplio
proyecto bolivariano de liberación para Hispanoamérica, o el estrecho proyecto
republicano de líderes como Páez o Santander.
1. IDENTIDAD Y NACIÓN.
Al hablar de identidad
nacional consideramos que las identidades son “un fenómeno sujeto a constante
modificación y reinvención, y que por lo tanto, es contingente e inestable”
(Klor de Alva, J, 1992: 457)[1]. Como plantea García
Gavidia (1996: 11), las identidades se conforman en las diversas formas de
relación entre las personas de los distintos grupos sociales, tanto al interior
de estos grupos como en su relación externa con otros grupos de una misma
sociedad, o con sociedades diferentes.
Por tanto, la identidad
no es algo estático ni inmutable. La identidad se construye y se modifica de
acuerdo a las circunstancias histórico-sociales específicas. La identidad
colectiva de un grupo social determinado es el grado de identificación que los
individuos miembros de ese grupo
alcanzan con los valores culturales fundamentales del mismo. Por ejemplo, la
identidad étnica de los distintos grupos indígenas venezolanos.
Tratamos aquí la identidad nacional,
es decir, la identificación de los habitantes de Venezuela para con los valores
propios de nuestra cultura. Para no extendernos en el análisis del término
nación[2],
nos interesa particularmente considerar la identidad de los habitantes del
Estado-Nación Venezolano, a partir del momento histórico en que nos
constituimos como tal, en 1830.
Obviamente, en el análisis concreto
nos vamos a encontrar con muchas paradojas. El concepto de nación, o de patria,
no se ajusta a los límites de los estados nacionales que se conformaron en
Hispanoamérica en el siglo XIX. La cultura característica de nuestra nación es
prácticamente la misma de las naciones vecinas. Por tanto, al hablar de
identidad nacional de Venezuela nos encontramos con una situación compleja que
amerita desmontar los mitos y discursos construidos desde hace casi doscientos
años sobre la llamada “venezolanidad”.
2. LA
IDENTIDAD EN LA VENEZUELA DEL SIGLO XIX.
Cuando Venezuela se constituyó como república en 1830, una serie de
elementos influían para que los pobladores de la nueva nación no se
reconocieran a sí mismos como parte integrante de Venezuela.
En primer lugar hay que establecer
claramente que el Proyecto Nacional de nuestros libertadores, y más
específicamente el de Simón Bolívar, no se restringía a los estrechos límites
de la Capitanía General de Venezuela. En los hechos, Bolívar constituyó la
República de Colombia, que abarcaba el territorio de las que hoy son cuatro
naciones latinoamericanas: Ecuador, Colombia, Panamá y Venezuela. Su concepto
de patria iba mucho más allá de la misma Colombia; “para nosotros la patria es
la América”, había dicho en la Carta de Jamaica. El Libertador nunca descansó
en su lucha independentista, e hizo esfuerzos prácticos por conformar una
confederación de países hispanoamericanos al convocar el Congreso de Panamá en
1826. De todos son conocidos sus planes para invadir Cuba y Puerto Rico y
terminar de destruir así el poderío colonial español en América.
De
acuerdo con lo anterior, la identidad nacional de nuestros libertadores, la
patria por la cual ellos luchaban era toda la América Latina. No había un
proyecto nacional específicamente venezolano durante la guerra de
independencia. La derrota del proyecto bolivariano y el triunfo de los planes
localistas de las oligarquías de Caracas y de Bogotá, permitieron la
desmembración de la Gran Colombia y el surgimiento de Venezuela como república
en 1830.
Un segundo elemento, no menos
importante, también conspiraba para que en 1830 no pudiera hablarse de una
identidad nacional venezolana. Las distintas provincias de la Capitanía General
se habían conformado históricamente como regiones agroexportadoras relacionadas
con una ciudad-puerto (como Maracaibo, Puerto Cabello, La Guaira, Cumaná y
Angostura), que se comunicaban directamente con la metrópoli española a través
de sus posesiones en el Caribe, sin que existiera mayor relación e
interdependencia entre dichas provincias. Además la misma Capitanía General era
de reciente conformación (1777), y no había transcurrido un tiempo histórico
necesario como para que se construyera una identidad común en sus pobladores.
Para
los habitantes del oriente del país, así como para los de los Andes, el Zulia,
o la Guayana, Venezuela no significaba patria, no existía un sentimiento de
identidad que agrupara sus expectativas sociales, pues hasta ese momento, la
sociedad colonial tenía en común principalmente elementos derivados de su
relación con el Imperio Español[3], mas no
elementos culturales nacidos de un intercambio intraregional inexistente. Las
constantes guerras civiles del siglo XIX se explican en parte por la disputa
entre las élites de las distintas regiones por intentar hegemonizar la
conducción política de la república; la guerra civil oriental, en 1834, es un
buen ejemplo de ello. Igualmente las declaraciones de independencia y los
intentos separatistas, que abundaron en ciudades como Maracaibo, se explican
también en este contexto de disgregación regional de la nación venezolana.
Una tercera circunstancia operaba en
los procesos de identidad de la población venezolana: la constitución de nuevas
fuerzas sociales como actores decisivos en el proceso político nacional.
Durante el período colonial, la mayoría de la población no tenía derechos, como
los esclavos, o los tenía considerablemente restringidos, como los indígenas y
los pardos. Estos tres grupos sumaban más del 80 % de la población venezolana a
fines del siglo XVIII y comienzos del XIX. Esta situación evidentemente
generaba una limitación para el desarrollo de una identidad cultural hacia la
sociedad colonial dominante; mal podían identificarse los esclavos, indios y
pardos con un régimen que los excluía y los explotaba. Pero el descontento
social acumulado durante más de trescientos años de expoliación colonial explotó
simultáneamente con la crisis de la corona española y los pronunciamientos
independentistas a partir de 1810, aunque en las décadas anteriores ya venía
manifestándose ese protagonismo popular en la insurrección de los Comuneros
(1781), en la insurrección de José Leonardo Chirinos (1795), y en las
conspiraciones de Gual y España (1797) y de Francisco Javier Pirela (1799).
La
guerra de independencia en nuestro territorio fue la más larga y la más
sangrienta de todo el proceso emancipador latinoamericano. La guerra de
independencia se manifestó inicialmente como una guerra social, en la que se
enfrentaban los blancos ricos terratenientes, promotores de la independencia en
1810-1811, contra el ejército de esclavos y mestizos comandado por José Tomás
Boves que si bien luchaba bajo las banderas del rey español, en la práctica
libraba una guerra racial cuyo objetivo era exterminar a los blancos y su
dominio político-económico sobre el territorio venezolano. Más de una década de
lucha agotó a la fracción mantuana dirigente del proceso, y diversas circunstancias obligaron a la
oligarquía criolla pro-independentista a incorporar a las filas patriotas a los
pardos y los esclavos para poder derrotar a las fuerzas militares españolas[4].
Bolívar
y el resto de patriotas sólo pudieron contrarrestar esa situación dándoles
ellos mismos la libertad a los esclavos y decretando la igualdad de los
ciudadanos ante la ley, con lo que se abolían las legislaciones que limitaban
los derechos de los pardos en la anterior sociedad colonial. El ejército
popular que de allí surgió permitió el encumbramiento de jefes militares que no
eran mantuanos, como el mismo José Antonio Páez, y en muchos casos que eran
mestizos, como Manuel Piar.
De
la guerra de independencia surgió una sociedad más democrática, más igualitaria,
en la cual la élite dominante se había ampliado con la incorporación de los
caudillos militares que ahora tenían grandes posesiones territoriales y eran
además los jefes fundamentales de la estructura política del país. La población
mestiza y esclava había tenido por primera vez en la historia una participación
significativa en los procesos sociopolíticos, y aspiraba a que sus anhelos
igualitarios fueran refrendados en la nueva sociedad independiente que
comenzaba a erigirse. Como es sabido, esto no ocurrió, y la oligarquía criolla refrendó en 1830 la continuidad del régimen
esclavista, y estableció un sistema político que limitaba los derechos de
participación a la gran mayoría de la población no poseedora de bienes de
fortuna.
Esta situación generó a lo largo del siglo XIX
republicano constantes confrontaciones sociales, expresadas
en insurrecciones campesinas cuyo punto culminante fue la Guerra Federal, en
1859-1863. El triunfo del federalismo
contribuyó aún más a fortalecer ese sentimiento igualitario del venezolano, y
arraigar características sociopolíticas como la conformación popular del
ejército. Aunque en términos económicos el triunfo del federalismo no
introdujo cambios estructurales, sí logró ampliar nuevamente la integración de
la élite dominante: los jefes de las montoneras federales fueron incorporados
al grupo dirigente y hegemonizaron de hecho la conducción política del país
hasta finales del siglo.
En lo político, Venezuela estuvo
conducida durante el siglo XIX republicano por los generales de la
independencia (Páez, Soublette, Monagas), en primer lugar, y por los generales
de la federación (Falcón, Guzmán Blanco, Joaquín Crespo), en segundo término[5].
Pocos de ellos procedían del sector mantuano que constituía en 1810 la élite
criolla dominante. El grupo social dominante tuvo que ampliar su integración
para poder mantener la continuidad de las relaciones de producción coloniales:
la esclavitud y el peonaje, vinculadas a la agroexportación bajo control ahora
del comercio inglés fundamentalmente.
3. LA IDENTIDAD FORZADA. EL CULTO A BOLÍVAR.
La élite dominante del siglo XIX
venezolano tenía la urgente necesidad de consolidar su poder mediante la
promoción de un sentimiento de identidad nacional que unificara culturalmente a
un territorio que como ya dijimos tenía un pasado y un presente de autonomía
relativa como regiones agroexportadoras vinculadas directamente al mercado
mundial. Por otra parte, había que formar esa identidad nacional en cierta
forma contra natura: los elementos étnicos comunes a los venezolanos también
nos unían con los colombianos, ecuatorianos, peruanos, bolivianos, mexicanos,
etc. El idioma español, la religión católica, las costumbres heredadas de la
España absolutista en su sincretismo colonial con la sociedad autóctona y la
mezcla con la población africana esclavizada; el mismo proceso independentista
iniciado simultáneamente, dirigido por individuos que se conocían entre sí y
que en cierta forma actuaron de común acuerdo (como Bolívar y San Martín). Toda
una cultura común en hispanoamérica, de la cual había que forzar el nacimiento
de una identidad específicamente venezolana.
El ariete de ese proceso de construcción de una
identidad nacional fue la figura de Bolívar y la gesta independentista que él
encabezó. Los mismos que habían expulsado a Bolívar del país y
hecho fracasar su proyecto político de integración latinoamericana, lo trajeron
de nuevo ya muerto, en 1842, para homenajearlo en el Panteón Nacional y
construir en torno a él un culto que buscaba unificar los sentimientos de todos
los venezolanos.
Pero
este culto a Bolívar, a los libertadores y al proceso de independencia,
desvirtuaba el objetivo real que ellos habían perseguido. Su lucha era
presentada ahora como el proceso de independencia de Venezuela, obviando que
para ellos la patria era toda la América Latina, y que su acción política
específica intentó construir una macro-nación, una superpotencia
latinoamericana que se enfrentara en igualdad de condiciones con las grandes potencias
europeas y los Estados Unidos.
En
sentido estricto, es una falsedad histórica afirmar que Bolívar es el padre de
la patria venezolana, pues el no constituyó a Venezuela como república. La
nación que Bolívar creó fue la República de Colombia, además que contribuyó a
crear al Perú y a Bolivia. Bolívar y Urdaneta fueron presidentes de Colombia,
Bolívar y Sucre fueron presidentes de Bolivia, Juan José Flores presidente de
Ecuador. Para ellos la patria iba mucho más allá de nuestras actuales fronteras.
Pero el culto bolivariano iniciado por Páez y continuado por los sucesivos
gobernantes del país se fundó en un pretendido proyecto nacional venezolano que
nunca estuvo en la mente de nuestros libertadores.
En este confuso contexto
sociocultural y geopolítico se comenzó a conformar la identidad nacional
venezolana. En todas las ciudades y pueblos del país se ratificó el culto al
padre de la patria, con su respectiva Plaza Bolívar y su museo bolivariano. Se
establecieron los llamados símbolos patrios: la bandera, el escudo y el himno
nacional. Se encargó a Rafael María Baralt para que escribiera la primera
Historia de Venezuela. Los artistas y literatos se ocuparon de difundir las
gestas heroicas de los libertadores a través de pinturas, estatuas, novelas y
poesías. Incluso se ocuparon de incluir algunas figuras representativas de las
mayorías sociales, como Pedro Camejo (el “negro primero”), ocultando la
realidad de que su aporte decisivo al triunfo militar independentista fue
escamoteado luego de la guerra.
4. AUSENCIA DE UN PROYECTO NACIONAL.
Pero el proceso de construcción de
una identidad nacional se enfrentaba a la inexistencia de un verdadero Proyecto
Nacional para el desarrollo independiente del país por parte de la élite
dominante. El objetivo de nuestros gobernantes no fue nunca más allá del afán
personal por alcanzar glorias eternas y fortunas inconmensurables. El control
comercial de la agroexportación fue entregado en bandeja de plata a las Casas
Comerciales inglesas, alemanas, francesas y norteamericanas, las cuales
expoliaban sin misericordia a los agricultores, apoyándose en las leyes
liberales aprobadas durante el período paecista. No se diseñó jamás un plan de
desarrollo económico interno. Las políticas proteccionistas hacia la agricultura
y promotoras de un eventual desarrollo industrial brillaron siempre por su
ausencia. Venezuela se mantenía como un simple exportador de materias primas
agrícolas, con una actividad productiva muy atrasada técnicamente, y con
productos principales como el café y el cacao que no representaban una
importancia relevante en el mercado mundial. La nuestra era una “economía de
sobremesa”; lo que exportábamos era el “postre” de los restaurantes europeos y
estadounidenses.
Nuestro desarrollo como nación a
partir de la independencia puede explicarse recurriendo a los postulados de la
Teoría de la Dependencia, surgida en Latinoamérica a partir de la década de
1960 y que intenta explicar el subdesarrollo de estos países a partir de los
análisis marxistas. La teoría de la dependencia parte de considerar que el desarrollo del capitalismo en
los países industrializados fue simultáneo con el subdesarrollo de los países
coloniales o neocoloniales[6]. En esta perspectiva, los países
subdesarrollados sirvieron en la época colonial de fuente de riquezas que
contribuyeron al proceso de acumulación originaria de capital en Europa
Occidental (Marini, 1973: 17), y luego de la revolución industrial, se
articularon directamente con las metrópolis produciendo y exportando materias primas,
a cambio de manufacturas de consumo y contrayendo cuantiosas deudas, las cuales
consumían un significativo porcentaje del presupuesto nacional.
La inserción de América Latina en la
división internacional del trabajo del mundo capitalista hegemonizado en ese
momento por Europa (y específicamente por Inglaterra), configurará la
dependencia como una relación de subordinación entre naciones formalmente
independientes, en cuyo marco las relaciones de producción de las naciones
subordinadas son modificadas o recreadas para asegurar la reproducción ampliada
de la dependencia (Marini, 1973: 18). El fruto de la dependencia era
necesariamente más dependencia, y su liquidación suponía necesariamente la
supresión de las relaciones de producción capitalistas en los países
subdesarrollados y la modificación de los términos de inserción de dichos
países en el mercado mundial.
De esta forma, el subdesarrollo
económico de los países de América Latina (y demás países periféricos de Asia y
Africa) se explica debido al desarrollo simultáneo de las grandes potencias del
centro industrial capitalista. Ellos se desarrollaron gracias a la explotación
de nuestros recursos y control sobre nuestros mercados. Los principales
teóricos de la dependencia aun mantienen la vigencia de sus análisis, como el
brasileño Theotonio Dos Santos, quien afirma que “la constatación del papel jugado por la deuda externa en la crisis de
los 80[7], y las consecuencias
que ha tenido la transferencia de recursos desde Latinoamérica hacia las
potencias capitalistas en la limitación de su crecimiento económico y la
expansión de la pobreza y miseria de su población”, son ejemplos prácticos
de la justeza de los análisis de la teoría de la dependencia (Dos Santos, 1993:
104)[8].
La ausencia de un verdadero proyecto
de desarrollo para la nación, y la existencia de una elite dirigente
subordinada al capital extranjero tanto en lo económico, como lo político y lo
cultural, determinó que el proceso de construcción de la identidad nacional no
tuviera un desarrollo pleno durante el siglo XIX, como de hecho tampoco lo tuvo
en el siglo XX[9],
pues las características mencionadas se mantuvieron sin variaciones de fondo.
Por supuesto que en esta situación influían también todos los elementos de los
que hablábamos al principio: la amplitud del concepto de nación o patria
durante la guerra de independencia, y la posterior restricción del mismo a los
límites de la Capitanía General; la profunda división social heredada de la
sociedad colonial; y la disgregación regional del territorio venezolano.
La
identidad nacional se promovió en la medida en que ésta servía a los intereses
de la oligarquía dominante, como elemento de unificación cultural que
facilitara su acción como grupo social hegemónico. Al mismo tiempo, la existencia del Estado venezolano como
tal era un elemento que actuaba espontáneamente como creador de identidad:
el gobierno centralizado (aún en la época del federalismo), la legislación
común, el desarrollo de las vías de comunicación dentro del país, el intercambio
comercial y la migración interna (que implicaba un intercambio cultural), todos
ellos determinaban por su propia dinámica el afloramiento de un sentimiento
nacional venezolano.
5. PETROLEO
E IDENTIDAD EN EL SIGLO XX.
Con el desarrollo de la industria
petrolera en el país, a partir de la segunda década del siglo XX, se modificó
toda la estructura socioeconómica venezolana. La nueva sociedad urbana,
industrializada en algunos sectores, con relaciones de producción básicamente
capitalistas, pero que mantuvo e incluso profundizó los lazos de dependencia
para con el capital multinacional y las grandes potencias mundiales, desarrolló
cambios culturales que aún hoy están en proceso de evolución. La débil
identidad nacional se vio afectada por la penetración cultural anglosajona. Por
una parte, a través de la presencia en nuestro territorio de las compañías
petroleras extranjeras, las cuales en un inicio trasladaron al país cierta
cantidad de personal, debido a las carencias nacionales de mano de obra tecnificada.
De igual forma, los productos industriales norteamericanos hicieron su entrada
en el país, introduciendo la cultura consumista propia del capitalismo. La
nueva sociedad de consumo generó un significativo cambio cultural, al crearse
valores y necesidades ficticias, mediante la propaganda comercial y el “efecto
demostración” de los nuevos productos y artefactos que invadían el mercado
interno. El individualismo y la competencia tomaron posesión absoluta gracias a
la influencia determinante de los nuevos medios de comunicación masiva: la
prensa, la radio y la televisión.
El petróleo transformó radicalmente a
la sociedad venezolana, pero no la lanzó en la senda del desarrollo, sino que
aumentó sus niveles de dependencia con relación al capital foráneo, creando
profundas deformaciones en lo económico y social, y subordinando nuestro
desarrollo político a los intereses de las grandes transnacionales petroleras.
Tal como afirma Rodríguez Gallad:
"El
descubrimiento del petróleo en nuestro país trajo consigo el monopolio de este
recurso por parte de los grandes truts internacionales ligados al capitalismo
imperialista. Estos han actuado ... como agentes de descapitalización,
mediatizando nuestra economía, sumiendo a la nación en el subdesarrollo,
impidiendo su independencia económica, creando un enorme contraste entre ...
una minoría rica y una mayoría pobre." (Rodríguez Gallad, 1974: 6).
La economía venezolana pasó de ser
agraria a petrolera, pero siempre monoexportadora, ubicada en la fase de
crecimiento simple o crecimiento hacia afuera, como exportadora de materias
primas. Sólo que varió significativamente la relevancia de lo que exportábamos.
El petróleo no varió el carácter subordinado de nuestra economía, como país
periférico de los grandes centros capitalistas. Lo que se modificó fue el
dinamismo de dicha subordinación, por la importancia del petróleo como
principal fuente de energía a nivel mundial.
A partir de la década de 1920,
Venezuela se convirtió en uno de los centros receptores fundamentales de las
inversiones de capital provenientes de los grandes centros imperialistas. Esta
situación reforzó, profundizó y extendió los términos de dependencia en que se
hallaba nuestra economía. Particularmente, nuestro país pasó a formar parte del
“patio trasero” del imperialismo norteamericano, quien hasta el presente
continúa jugando un papel decisivo en las relaciones de poder de nuestra
sociedad.
La cultura norteamericana se
convirtió en el siglo XX en el paradigma de gruesos sectores de la población venezolana,
sin que los distintos gobiernos hayan hecho mayores esfuerzos para revertir esa
situación. De esta forma, en la moderna sociedad venezolana la identidad
nacional coexiste con mentalidades que valoran negativamente a nuestra cultura[10]
y admiran a la sociedad norteamericana, cuyas expresiones concretas van desde
los nombres propios que los padres les colocan a sus hijos (Jonathan,
Jackeline, etc), hasta los gustos musicales, las modas y las “grandes”
aspiraciones individuales de cada quién (viajar a Miami, trabajar en USA,
etc.).
Como plantean algunos autores, en lo
cultural también se manifiesta la dependencia. Es decir, la dependencia
económica y política que arrastramos desde la colonia tiene su expresión en la
mentalidad de los venezolanos. Fernando Cardoso considera que
“la situación de subdesarrollo nacional supone un modo
de ser que a la vez depende de vinculaciones de subordinación al exterior y de
reorientación al comportamiento social, político y económico en función de
‘intereses nacionales’ ... esto caracteriza a las sociedades subdesarrolladas
no sólo desde el punto de vista económico, sino también desde la perspectiva
del comportamiento y la estructuración de los grupos sociales” (Cardoso, 1982:
90).
Por su parte Maritza Montero plantea
que
“la dependencia no es solamente un fenómeno económico
y social, sino que además, y por ello mismo, es también un fenómeno psicosocial
que afecta al individuo ... al igual que hay economías dependientes, existe
también, por consecuencia, una actitud dependiente que, al mismo tiempo que su
producto, suministra los elementos que la mantienen” (Montero, 1991: 10).
Se puede decir entonces que el
desarrollo cultural venezolano en el siglo XX estuvo signado por el
mantenimiento de una subordinación hacia paradigmas foráneos. Esto va
íntimamente ligado a la subordinación política e ideológica que nuestras elites
han tenido con relación al capitalismo multinacional y las grandes potencias
industrializadas, encabezadas por los Estados Unidos (Vilda, 1984: 15). En el
proceso de industrialización vivido en Venezuela durante el siglo XX, tanto en
su fase de crecimiento simple como en la fase de crecimiento secundario, las
elites gobernantes se mantuvieron atadas a los intereses del capital
extranjero, impidiendo que emergiera una economía independiente que lanzara al
país por la senda del desarrollo (Purroy, 1986: 49).
No
obstante, en la Venezuela de las últimas décadas hemos visto la revitalización
de legados culturales que permanecían aislados, como ha sucedido con la música
y otros valores culturales afrovenezolanos de comunidades como las ubicadas en
Barlovento y el Sur del Lago de Maracaibo. Igualmente la cultura de las etnias
indígenas que aún sobreviven en el país se ha colocado en primera plana en tiempos
recientes, llegando incluso dichas etnias a tener representación en la Asamblea
Nacional Constituyente de 1999, y en la actual Asamblea Nacional. La
Constitución Nacional de 1999 reconoce el carácter multiétnico y pluricultural
de la sociedad venezolana, estableciendo que los idiomas indígenas son de uso
oficial para sus respectivas etnias, debiendo ser protegidos como patrimonio
cultural de la nación.
El desarrollo de la identidad
venezolana se ha fortalecido de esta forma, al reasumir aportes culturales que
la sociedad tradicional se negaba a reconocerlos, o que en todo caso los
aceptaba como elementos “negativos” de nuestra cultura[11].
Actualmente se avanza a poner las cosas en su sitio, dejando claro las
diferencias culturales que nos separan de las sociedades europeas y en general
del llamado mundo occidental. La noción tradicional que entendía a la cultura
como el desarrollo de las “bellas artes” ha sido ampliamente superada, y hoy
día se valoran las diferentes expresiones nacionales, regionales y locales que
configuran las diversas formas de identidad que caracterizan a nuestra
sociedad.
El venezolano de hoy se identifica
en la gaita zuliana, en el joropo llanero, en la música latina propia de las
urbes caribeñas, en el liqui-liqui de una sociedad agraria que ya no domina, en
los tambores afros de Bobures y Barlovento, en el culto de Maria Lionza y el
Negro Felipe, en la arepa, el casabe y el pabellón criollo, en las ferias
patronales de los distintos pueblos y ciudades del país, en nuestro igualitarismo
social y el espíritu de solidaridad para con los necesitados, en el orgullo de
tener el legado de nuestros libertadores. Pero también se desarrollan aquí
expresiones latinoamericanas como la música mexicana y colombiana (rancheras y
vallenatos), el bolero, la salsa y el merengue, además de manifestaciones
religiosas de origen africano que se han fortalecido en el Caribe. Nuestra
cultura nos recuerda constantemente que los lazos con los pueblos hermanos de
América Latina son tan profundos que permiten hablar de una “etnicidad
latinoamericana”, de una identidad cultural que va mas allá de las fronteras
entre nuestros países.
Por otra parte, debemos establecer
que el cambio social generado por el desarrollo petrolero permitió, en sentido
positivo, que se ampliaran los derechos políticos y sociales, a través de la
democracia burguesa, que se impuso luego de un período de transición, y del
proceso general de modernización capitalista, que incluía la ampliación y
masificación del sistema educativo. De igual manera se abrió para la mujer la
posibilidad real de superar el secundario papel al que estaba relegada en la
sociedad rural tradicional, al tener acceso a los estudios y al trabajo, y
alcanzar la igualdad jurídica con el hombre.
La
democracia política permitió la difusión masiva de corrientes ideológicas que
hasta ese momento eran del consumo exclusivo de muy reducidas elites
intelectuales, como el marxismo, la socialdemocracia y el socialcristianismo.
En el campo educativo el crecimiento de la educación secundaria, normal y
universitaria va a ser impresionante. Las universidades y el movimiento
estudiantil que desde ellas actúa se convirtió en factor fundamental de los
acontecimientos políticos a partir de 1928 y hasta las últimas décadas del
siglo. Por su parte el desarrollo de la investigación científica permitió el
surgimiento de una historiografía más sólida en sus argumentos teóricos y
documentales, superándose la visión histórica tradicional que restringía
nuestro pasado a una sucesión de héroes y batallas. El problema está en que la
difusión de estas nuevas perspectivas históricas no ha trascendido mayormente
de los círculos intelectuales universitarios.
En general, el petróleo creó una
nueva sociedad[12],
urbana, industrial, con nuevas clases sociales como los obreros y la clase
media profesional, y la relegación del campesinado y los terratenientes como
grupos determinantes del proceso histórico venezolano. La relación población
rural / población urbana pasa de un 71 / 29 % en 1936, a un 16 / 84 % en 1990
(OCEI, 1994: 20). En este proceso, surge y se consolida, a partir de 1958, un
bloque social hegemónico integrado por la cúpula de los principales partidos
políticos (AD y Copei), el alto mando militar, la alta jerarquía eclesiástica,
el gremio de los grandes empresarios criollos (Fedecámaras) y los dirigentes de
la CTV. Este bloque dominante actúa en general como representante del
capitalismo multinacional y de la alta burguesía criolla. Hoy podemos decir que
dicho bloque hegemómico ya es cosa del pasado, y las aplastantes derrotas
electorales sufridas por ellos entre 1998 y 2006 significan que una nueva
relación entre las clases se está conformando en el país.
El proceso de modernización no ha
respondido a planes coherentes previamente establecidos, sino que ha sido
producto de las necesidades parciales de los inversionistas foráneos y de la
improvisación general que caracterizó a los gobiernos, fueran éstos democracias
o dictaduras. Esta improvisación pareciera ser una fatalidad de nuestro proceso
histórico. Como dijo Rómulo Gallegos, somos un pueblo que marcha borrando sus
pasos (Gallegos, 1949: 77). Nuestra tradición consiste en romper con la
tradición, sin saber a dónde vamos (Vethencourt, 1981: C-22). “Al paso que
vamos nos llegarán a estorbar las mismas cenizas de Bolívar” (Briceño Iragorry, 1980: 606). En realidad el
origen de la improvisación está en la subordinación de nuestras elites ante los poderes extranjeros,
que son quienes han tomado siempre las decisiones fundamentales en cuanto a
nuestro desarrollo económico, político y cultural. Las reflexiones de José Luis
Alvarenga son bastante explicativas en cuanto a la pérdida de la memoria
histórica que los venezolanos manifestamos al ejecutar la modernización del
país:
“Entre nosotros hay ausencia de conciencia histórica,
de memoria del país nacional. Un sector importante de la población no sabe
quién es su padre, sólo conoce a la madre. El conocimiento de la segunda
generación, la de los abuelos, escasea, y hacia atrás el recuerdo no existe.
Cuando se compara con la conciencia histórica individual, a nivel popular en
los países desarrollados, el saldo es diferente. El europeo construye su árbol
genealógico hasta donde puede, en todo caso hay interés porque es un valor el
antepasado. Este hecho determina el orgullo nacional de conocer la historia del
país y del pueblo donde ha nacido. Hay vocación espontánea de tradición oral y
escrita” (Alvarenga, 1982: 4-1).
Esa vocación histórica de otros
pueblos no la tenemos en Venezuela. La ignorancia sobre nuestro pasado se
extiende incluso a sectores universitarios. En todo esto ha influido la débil
labor que desde el Estado se realiza en el sistema educativo formal y en los
medios de información masivos. No hay ni siquiera una tradición lectora en
nuestro pueblo, lo que se ha agudizado en tiempos recientes con la crisis
económica, pues el precio de los libros sólo es accesible a sectores de clase
media en adelante. En muchos casos, las telenovelas y las miniseries gringas
son las que moldean el patrón cultural de nuestra juventud. La cultura de las
computadoras personales ha introducido otro elemento que atenta contra nuestra
identidad, pues las mismas se basan en el inglés como idioma, además de que los
paquetes de “enciclopedias” y el internet difunden mayoritariamente elementos
propios de la cultura de los grandes países industrializados. Aunque se debe
reconocer que estos adelantos, bien utilizados, pueden favorecer nuestro
desarrollo cultural.
La
cultura venezolana actual espera por las reflexiones globalizadoras acerca de
nuestro legado histórico, para nutrir las decisiones y consensos sobre los
programas de acción hacia el futuro (Vilda, 1984: 36). La identidad que
establece un pueblo con su herencia cultural e histórica puede convertirse en un
arma de lucha contra los intentos de homogeneización y penetración cultural
foránea (Vargas y Sanoja, 1991: 22). La construcción de esa identidad sólo es
posible en la medida en que la propia clase dominada la promueve y ejecuta,
como clase revolucionaria, como sujeto histórico impulsor de cambios sociales
que se plantea reestructurar la “desestructuración” cultural que hemos padecido
desde la época colonial. Los cambios sociopolíticos que han comenzado a
ejecutarse en el país abren una posibilidad para llevar a cabo este objetivo.
Nuestra identidad puede fortalecerse, si la nueva alianza de grupos sociales
dirigentes que se está conformando, con un carácter popular y no oligárquico,
se lo propone.
6. LA
IDENTIDAD LATINOAMERICANA.
El sueño de una América Latina
liberada y unida tiene una larga data. Francisco
de Miranda fue el primero en proponérselo. Simón Bolívar llevó a cabo un vasto proceso independentista y
unificador que lamentablemente no se consolidó en lo términos que él esperaba. José Martí retomó de nuevo la idea
bolivariana de Nuestra América, de
la América de habla hispana, de la
América Mestiza de raíces indias, europeas y africanas, sueño de unidad
truncado por la muerte del poeta revolucionario. En épocas más recientes, Ernesto “Che” Guevara se constituyó en el principal representante del proyecto
liberador-unificador formulado hace más de doscientos años. Para todos ellos la
patria era la América de origen latino, enfrentada a la América anglosajona que
desde sus inicios republicanos se planteó como una amenaza vital a nuestro
desarrollo independiente.
En estos tiempos de globalización, de
neoliberalismo, de capitalismo salvaje, de homogeneización cultural bajo
predominio de occidente, la construcción
de nuestra identidad latinoamericana es una necesidad para la supervivencia de
nuestros pueblos y culturas, para la aceptación, comprensión y
reconocimiento de nuestra especificidad mestiza, de nuestra etnicidad propia y
diferenciada.
La idea de construir y fortalecer una
identidad latinoamericana que se enfrente al proceso de globalización mundial,
se fundamenta en los elementos socio-culturales comunes presentes en los
diversos países americanos de habla castellana (agregando Brasil), elementos ya
resaltados con anterioridad por multitud de teóricos y dirigentes de nuestros
países. En 1815 Bolívar planteó en la Carta de Jamaica la idea de la
integración latinoamericana:
“Yo
deseo más que otro alguno ver formar en América la más grande nación del mundo,
menos por su extensión y riquezas que por su libertad y gloria. Aunque aspiro a
la perfección del gobierno de mi patria, no puedo persuadirme que el Nuevo
Mundo sea por el momento regido por una gran república...” “Es una idea
grandiosa pretender formar de todo el Mundo Nuevo una sola nación con un solo
vínculo que ligue sus partes entre sí y con el todo. Ya que tiene un origen,
una lengua, unas costumbres y una religión, debería, por consiguiente, tener un
solo gobierno que confederase los diferentes estados que hayan de formarse...”
(Bolívar, 1982: 67-71).
Esta integración era posible por la
etnicidad común que poseían nuestras naciones[13],
y era necesaria para fortalecernos y enfrentar en mejores condiciones a las
grandes potencias europeas y a los Estados Unidos, idea integracionista que ya
había sido formulada antes por Francisco de Miranda, quien propuso la creación
de una gran nación latinoamericana que se llamaría Incanato. Miranda proponía
la constitución de “un gran Estado que tuviese por límite
septentrional una línea tirada desde la desembocadura del Missisipí hasta sus
cabeceras y de aquí por 45° de latitud, al Océano Pacífico; y por límite
meridional al Cabo de Hornos” (León, 1979: 84).
José Martí, seguidor fiel de las ideas
bolivarianas, utilizó ya la expresión “nuestra
América mestiza” (Martí, 1979: 523) para referirse a los países
hispanoamericanos, en el entendido de que conformábamos pueblos de culturas
comunes y que debíamos afrontar en común nuestro destino histórico. Martí
trasciende en cierta forma a Miranda y Bolívar, porque su mensaje liberador va
explícitamente ligado a la suerte de los oprimidos, de los trabajadores: “Con los oprimidos hay que hacer causa
común, para afianzar el sistema opuesto a los intereses y hábitos de mando de
los opresores”. “En pie, con los ojos alegres de los trabajadores, se saludan,
de un pueblo a otro los hombres nuevos americanos” (Martí, 1979: 523-525). Su
vocación principal fue siempre el crear un camino propio para la liberación y
el desarrollo de los pueblos latinoamericanos:
“Las
levitas son todavía de Francia, pero el pensamiento empieza a ser de América.
Los jóvenes de América se ponen la camisa al codo, hunden las manos en la masa,
y la levantan con la levadura de su sudor. Entienden que se imita demasiado, y
que la salvación está en crear. Crear es la palabra de pase de esta generación.
El vino, de plátano; y si sale agrio, ¡es nuestro vino!” (Martí, 1979: 525).
El Che Guevara recuperará en su
momento la perspectiva latinoamericanista de sus antecesores:
“En
este continente se habla prácticamente una lengua, salvo el caso excepcional
del Brasil, con cuyo pueblo los de habla hispana pueden entenderse, dada la
similitud entre ambos idiomas. Hay una identidad tan grande entre las clases de
estos países que logran una identificación de tipo ‘internacional americano’,
mucho más completa que en otros continentes. Lengua, costumbres, religión, amo
común, los unen. El grado y las formas de explotación son similares en sus
efectos para explotadores y explotados de una buena parte de los países de
nuestra América. Y la rebelión está madurando aceleradamente en ella ... Dadas sus características similares, la
lucha en América adquirirá, en su momento, dimensiones continentales”.
(Guevara, 1968: 646)[14].
Y es que para todos ellos, Miranda,
Bolívar, Martí y el Che, la unicidad cultural latinoamericana era importante en
la medida en que sirviera para impulsar una lucha común por la libertad de
todos los pueblos al sur del Río Grande.
Reconociendo que en América Latina
existen sub-áreas culturales, como el Caribe, los Llanos, los Andes, etc., con
una especificidad cultural cada una de ellas, creemos sin embargo que los
elementos mencionados constituyen el punto de partida para construir una
identidad cultural latinoamericana (Mato, 1992: 56), que defienda nuestra
esencia como sociedad y promueva un desarrollo autónomo en lo económico,
político y social. Esto no implica la negación de lo que existe como legado
cultural de nuestra historia; dicha construcción debe fundamentarse
precisamente en los elementos étnicos comunes surgidos del mestizaje.
Los procesos de integración económica
que se promueven hoy en día en América Latina, como el ALBA, el MERCOSUR, y la
UNASUR, favorecen significativamente el desarrollo de una identidad cultural
común, pues no habrá integración sin cambio cultural (Escobar Sepúlveda, 1993:
62), y es un paso de avance hacia el logro de la idea bolivariana de integrar a
la América Latina en una sola nación.
Cuando hoy en Venezuela se está
abriendo un proceso de cambios que se dice inspirado en las ideas bolivarianas,
cobra importancia reivindicar la unidad cultural de América Latina, de promover
su integración en todos los órdenes, a la vez que se lucha por erradicar toda
forma de opresión hacia los seres humanos y entre uno y otro país. El legado de
Bolívar ha resucitado para recordarnos que aún sigue vigente.
7.
EL
MITO DE LA GLOBALIZACIÓN.
La reivindicación de Nuestra América
Mestiza se enfrenta a los intentos por penetrar nuestra cultura y destruir
nuestra identidad como pueblos que se realiza en nombre de la globalización
mundial. Esta globalización se expresa en el dominio económico, político,
militar y socio-cultural que las grandes potencias, encabezadas por los Estados
Unidos, ejercen sobre el resto de países del mundo.
Como dice Luciano Pellicani,
“La
civilización occidental ha asediado literalmente a las otras civilizaciones y
las ha colocado frente a un desafío de enormes proporciones cuyo contenido
puede resumirse así: encontrar una respuesta adecuada o bien transformarse en
colonias culturales del centro capitalista” (Pellicani, 1992: 108).
Desde hace algunos años, los factores
de poder mundial vienen invocando al proceso de globalización o
interdependencia entre las economías de los diversos países, como la causa que
justifica toda una serie de medidas económicas, políticas, sociales y
culturales que se deben aplicar en todas partes como única alternativa de
supervivencia ante la nueva realidad de la “aldea global”. Visto de esta
manera, la globalización es percibida casi como un fenómeno natural, un
cataclismo ante el cual no es posible sustraerse, que representa la nueva etapa
a la que ha llegado el mundo capitalista, hegemónico en forma absoluta luego
del ocaso de la “guerra fría”. Como lo plantea Fornet-Betancourt:
“La
globalización implica una ideología o, si se prefiere, una filosofía de la
historia que consistiría en suponer que la historia de la humanidad no tiene
más que un futuro: el futuro previsto y programado por el neoliberalismo. O sea
que la historia, como esfuerzo constante por buscar alternativas diferenciadas
que hagan justicia a las diferencias culturales y a la diversidad compleja de
mundos de vida irreductibles, habría terminado, pues no habría ya más
alternativa que la realidad misma que configura el proyecto civilizatorio del
neoliberalismo” (Fornet-Betancourt,
1999, D-4).
La nueva realidad internacional
conformada a comienzos de la década de los noventa, con el derrumbe del bloque
socialista soviético, implicó un nuevo mundo unipolar, hegemonizado
exclusivamente por occidente, con los Estados Unidos a la cabeza del poder
imperialista mundial. En este nuevo orden internacional, la globalización se
profundizó en todos los sentidos, y particularmente se ha hecho énfasis en la
pretendida superioridad cultural del mundo occidental, así como en lo económico
se ha consolidado el modelo neoliberal dominado por el capital financiero
multinacional, y en lo político la democracia liberal representativa se le
presenta a la humanidad como la más elevada forma de organizar la conducción de
nuestras sociedades. El expansionismo de la civilización occidental intenta
demoler cualquier intento distinto de organización social que la cuestione:
“Lo
que se ha hecho más evidente de este fenómeno del expansionismo civilizatorio
es, primero, la sacralización que han conquistado los principios e instrumentos
ideológicos que imperan en el mundo occidental, y segundo, la condena absoluta
a todo lo que implique la consecusión de un espacio en las relaciones humanas
donde impere la norma del diálogo directo y el sentido de comunidad, donde la
solidaridad y el respeto a la diversidad sean componentes fundamentales de las
relaciones entre los hombres” (Cuadernos para el debate, 1991: 10).
El intento globalizador por unificar
culturalmente al mundo entero, bajo los principios del “american way of life”,
y amparándose en los adelantos en las comunicaciones que han permitido la
reciente revolución científico-técnica,
no es nuevo en términos históricos. Ya desde el siglo XV los europeos
occidentales colonizaron al resto de continentes con el objetivo de imponer su
modo de vida a todos los pueblos “infieles”, a los cuales se les negó el
derecho a seguir practicando sus religiones, idiomas y costumbres. Por ello es
que América, pese a tener miles de años de civilización propia, habla en
idiomas europeos (español e inglés principalmente) y reza al dios cristiano.
8.
EL
NECESARIO CAMBIO SOCIAL EN LATINOAMÉRICA.
La construcción de una identidad común
se identifica con la realidad de los oprimidos latinoamericanos. Las elites
criollas han mantenido a lo largo de nuestra historia una relación subordinada
para con el capital foráneo y las potencias industrializadas, y son
corresponsables del subdesarrollo de nuestros países y de los lazos de dependencia
que en todos los aspectos se han ido creando con Europa, los Estados Unidos y
últimamente con el Japón. Siendo la burguesía criolla la principal promotora en
nuestros países del proceso de globalización en todos los órdenes, mal podría
esperarse de ella que asumiera como propio al proyecto de fortalecer nuestra
identidad.
Nuestra América Mestiza encierra en sí
misma un gran potencial integracionista y comunitario. El proceso de mestizaje
llevado a cabo entre los indígenas, europeos (españoles y portugueses) y los esclavos africanos, generó
una sociedad con escasos odios y rivalidades étnicas, en la cual se produjo una
gran mezcla racial y cultural que nos otorga particularidades propias. Como
dijo Martí: “No hay odio de razas, porque
no hay razas” (Martí, 1979: 526). Los milenios recorridos por las grandes
civilizaciones americanas, y la propia especificidad cultural surgida del
mestizaje, nos adjudican un perfil propio, distinto al llamado mundo occidental
y cristiano.
Como lo plantea el padre Pedro Trigo,
“Hoy
en América Latina una parte de la población criolla lucha por asumir estos
elementos culturales comunes desde el espacio-tiempo latinoamericano, es decir,
desde su cuerpo social internamente diferenciado y su historia, con
pretensiones, potencialidades y contradicciones no resueltas. Estos, en
definitiva, propugnan un Proyecto
Mestizo” (Trigo, 1990: 160).
El Proyecto Mestizo debe involucrarse
en el conflicto social latinoamericano, en la búsqueda de cambios
sociopolíticos que desplacen a las actuales elites gobernantes y permitan
transformaciones profundas a todos los niveles de la sociedad. Para el Che
Guevara, al igual que lo fue para Bolívar y Martí, el enemigo de los pueblos
latinoamericanos, causante principal de sus desgracias, eran los Estados
Unidos. El objetivo era la liberación de nuestros pueblos, para salir de la
dependencia y alcanzar la autodeterminación. El espíritu de igualdad social que
subyace en el mestizaje latinoamericano, el cual ya en el pasado fue inspirador
de las luchas independentistas y generador de significativos cambios en lo
socio-cultural, debe servir de apoyo ideológico a la nueva sociedad
latinoamericana. Partiendo desde la base, en la lucha diaria de las comunidades populares, Nuestra América
Mestiza es un embrión que debe crecer.
El Che Guevara en cierto sentido se
refirió al proceso de formación ideológica necesario para promover los cambios
materiales en nuestras sociedades: “para
construir el comunismo, simultáneamente con la base material hay que hacer al
hombre nuevo”[15]. Guevara consideraba
fundamental la formación de los hombres concretos que construirían una nueva
sociedad; para él los dos pilares de esa construcción eran “la formación del
hombre nuevo y el desarrollo de la técnica” (Guevara, 1968: 634). El cambio
social no era exclusivamente el resultado de la aplicación de un programa de
cambios económicos, políticos y sociales; era resultado también de un proceso
de cambio cultural: “Las masas hacen la
historia como el conjunto consciente de individuos que luchan por una misma
causa” (Ob.cit.: 633).
La educación ideológica le permitiría
asimilar a los protagonistas del proceso la importancia de su participación
colectiva en las transformaciones planteadas. De esa forma, el hombre se
reapropiaría de su naturaleza, al liberarse del trabajo asalariado y de la
enajenación cultural, reencontrándose con su condición humana (Ob.cit.: 635).
El cambio social latinoamericano
implica entonces el fortalecer nuestra identidad como pueblos, en momentos en
que la globalización hace todos los esfuerzos por destruirla. Es una lucha
planteada, avanzar en esa dirección para cumplir lo que planteaba el Che: “La revolución se hace a través del hombre,
pero el hombre tiene que forjar día a día su espíritu revolucionario”.
Forjando día a día la identidad de Nuestra América Mestiza lograremos las bases
necesarias para la unidad popular continental en procura de nuestra definitiva
liberación.
Hoy en Venezuela se ha producido un
significativo desplazamiento de la clase política dominante, y el capital
multinacional que domina el mundo globalizado encuentra trabas para expresar
sus intereses en las políticas gubernamentales. El momento es propicio para
impulsar una política defensora de los intereses nacionales tanto en lo económico
como en lo cultural. Hemos dado un paso adelante, y lo planteado es fortalecer
un proyecto de cambio social hacia toda la América Latina, rescatando la
perspectiva integracionista de nuestros libertadores. Profundizar nuestra
identidad implica tareas de investigación sobre nuestros valores culturales, de
difusión de dichos valores por medio del sistema educativo y de los medios
informativos, y de organización popular para que la misma sea el principal
guardián de los logros a conquistar. Si seguimos este camino, la fortaleza de
la identidad será la herramienta que nos permitirá avanzar hacia el crecimiento
económico y la autodeterminación política, lejos de la tutela avasallante del
capitalismo globalizado.
CONCLUSIONES.
El desarrollo socioeconómico de las
naciones se relaciona directamente con la identidad que los pueblos de dichas
naciones construyen como mecanismo inspirador de un proyecto de crecimiento
republicano. Sin una sólida identidad nacional, no puede avanzarse en el
crecimiento económico y social de un país, como tampoco pueden fortalecerse el
ámbito político y los valores culturales.
Esta primera década del siglo XXI
encuentra al pueblo venezolano empeñado en caminar la senda de la
transformación política y social, promoviendo escenarios de integración
latinoamericana y desplazando del poder a las elites tradicionales, camino que
sólo podrá recorrerse completo si al mismo tiempo se promueve el
fortalecimiento de la identidad nacional.
Esta identidad nacional debe
considerar sus vínculos históricos con el resto de culturas latinoamericanas,
debe ver más allá del estrecho ámbito de los límites nacionales, y avanzar a
construirse como identidad subcontinental, de toda la América Latina.
En un contexto de cambio generalizado
en toda la América Latina, el crecimiento de una identidad propia y específica
a nuestros pueblos, puede acompañar y fortalecer los procesos de integración
como el MERCOSUR, el ALBA y la UNASUR, sentando las bases socioculturales
imprescindibles para que tomemos el camino del crecimiento económico y del
bienestar social, instaurando sistemas políticos revolucionarios y populares
que defiendan efectivamente nuestros intereses ante el mundo globalizado y los
poderes imperiales.
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[1] Citado por
García Gaviria, Nelly. 1996. Consideraciones
generales sobre los códigos utilizados en la invención, re-creación y
negociación de la identidad nacional. Revista Opción. Nº 20. Universidad
del Zulia. Facultad Experimental de Ciencias. Departamento de Ciencias Humanas.
Maracaibo (Venezuela).
[2] Nos referimos
al término nación en su acepción jurídica, como estado-nación. Es decir,
estamos hablando de los estados nacionales que se constituyeron como tales
luego de la independencia hispanoamericana. Por otra parte, en su acepción
cultural, el concepto de nación en Latinoamérica es objeto de amplio debate,
pues cada grupo étnico indígena, por ejemplo, pudiera ser considerado como una
nación. En el plano del análisis cultural, entendemos que los estados
nacionales, en la mayoría de los casos si no en todos, albergan diversas
nacionalidades, aunque una de ellas sea la predominante culturalmente. Para
poner ejemplos, el estado Español, que alberga otras nacionalidades como la
gallega, la vasca, la catalana. Y cualquiera de los estados latinoamericanos,
particularmente los que cuentan con importante población indígena, como los
países andinos, en los cuales predomina una cultura criolla de fuertes
influencias europeas, a pesar de que la gran mayoría de la población poseen
características culturales propias y diferenciadas, como parte integrante de
distintas etnias indígenas. Eric Hobsbawm se hace la pregunta: ¿qué es una
nación? Y responde diciendo que no es posible descubrir ningún criterio
satisfactorio que permita decidir cuál de las numerosas colectividades humanas
debería etiquetarse de esta manera (Hobsbawm, 2000, 13).
[3] El imperio
español actuó como el gran unificador cultural de hispanoamérica, al propiciar
una cultura mestiza que vinculaba los elementos étnicos provenientes de las
sociedades indígenas y de los africanos esclavizados, con la cultura española
propiamente dicha. 500 años de mestizaje permiten hablar hoy en día de una
etnicidad latinoamericana, diferenciada de las raíces culturales que le dieron
origen.
[4] “La fuerza del
movimiento social levantado por Boves echó las bases del igualitarismo social
propio de nuestro país, pues los blancos criollos nunca recuperaron totalmente
el control de la sociedad venezolana, como lo habían tenido durante el período
colonial” (López, 2004: 135).
[5] Las cuatro
primeras décadas del siglo XX también fueron hegemonizadas por caudillos
surgidos de guerras civiles: Castro, Gómez y López Contreras habían dirigido el
levantamiento andino de 1899.
[6] Como plantea
Armando Córdova, “la unidad dialéctica entre la acumulación de capitales en el
centro y la desacumulación y subdesarrollo en la periferia” (Córdova, 1975:
28).
[7] El déficit
fiscal de los países en desarrollo comenzó a ser financiado con créditos
externos. Se fue generando la llamada “cadena de la felicidad”: se acumula el
déficit, crece el endeudamiento; los intereses aumentan el déficit inicial, se
requieren más préstamos; el atraso cambiario deteriora la balanza comercial, se
agrava el déficit primitivo; surgen temores, desconfianza, fuga de capitales,
más endeudamiento. Finalmente la cadena explota, y los pueblos pagan las
consecuencias (Castellanos, 1993: 108).
[8] En julio de
2004, en Santiago de Compostela, tuvimos la oportunidad de intercambiar ideas
personalmente con André Gunder Frank, otro de los principales teóricos de la
dependencia, quien falleciera al año siguiente. El refrendaba lo fundamental de
su obra teórica, particularmente la explicación sobre el origen y el desarrollo
de la dependencia latinoamericana. Para él, la teoría de la dependencia no
había sido refutada, a menos que se entendiera por ello el aplastamiento
fascista que el imperialismo ejecutó contra experimentos que, como el gobierno
socialista de Salvador Allende, intentaban sacar a los países latinoamericanos
del subdesarrollo (Frank, 1988: 74).
[9] “A diferencia
de Europa, de Norteamérica y de otros países latinoamericanos, en Venezuela el
Estado surgido en el siglo XX no orientó ni la política educativa ni la
cultural hacia la formación de una conciencia nacional claramente definida”
(Vargas y Sanoja, 1991: 14).
[10] Maritza Montero
habla de la “preocupante presencia de una identidad que permite a los
individuos reconocerse socialmente como miembros de un grupo nacional, pero de
una manera negativa” (1991: 76).
[11] Autores
reconocidos como Mario Briceño Iragorry y Arturo Uslar Pietri defendieron la
tesis de que los elementos culturales provenientes de los indígenas y de los
africanos han sido un aporte negativo para el desarrollo de nuestra sociedad.
Uslar, por ejemplo, nos considera como un apéndide cultural de Europa: “Esos
valores que determinan nuestra vida y nuestra historia actual no son
reconocibles sino a través de la historia de España y de su civilización y de
la historia de América y del destino de la civilización hispánica en ella”
(Uslar Pietri, 1985: 124). Briceño, por
su parte, expuso que “si doy mayor estimación a la parte hispánica de mis
ancestros que al torrente sanguíneo que me viene de los indios colonizados y de
los negros esclavizados, ello obedece a que, además de ser aquella de
importancia superior en el volumen, tiene como propulsora de cultura, la
categoría histórica de que los otros carecen” (Briceño Iragorry, 1980: 31).
[12] “La cultura venezolana
hoy es en gran parte la cultura del petróleo ... la torre petrolera debiera
figurar en el escudo nacional” “Lo malo no fue el petróleo sino que se nos
convirtiera en opio y desencadenara aspiraciones de bienestar sin la
contrapartida del esfuerzo de la producción correspondiente y de la búsqueda de
tecnologías propias, y se nos hiciera soñar una vida facilona, de consumo
atorrante e imitación servil” (Vilda, 1984: 13).
[13] Bolívar
reconocía el carácter mestizo de la sociedad hispanoamericana, al decir:
“...por otra parte no somos indios ni europeos, sino una especie media entre
los legítimos propietarios del país y los usurpadores españoles: en suma,
siendo nosotros americanos...” (Bolívar, 1982: 62). Héctor Díaz Polanco
considera que la comunidad de los elementos socio-culturales viene determinada
por la lengua, la religión, el proceso histórico, los sistemas de organización
social, las pautas de conducta, las costumbres y las tradiciones (Díaz Polanco,
1985: 41).
[14] La cita es
extraída de su “Mensaje a la Tricontinental”, uno de sus últimos documentos, en
mayo de 1967.
[15] El Socialismo y el hombre en Cuba. En:
Obra revolucionaria. P.631.
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