domingo, 9 de noviembre de 2014

1491 UNA NUEVA HISTORIA DE LAS AMÉRICAS ANTES DE COLÓN. Charles Mann. Capítulo 1


CHARLES C. MANN

1491

UNA NUEVA HISTORIA DE LAS AMÉRICAS

ANTES DE COLÓN

Traducción de Miguel Martínez-Lage y Federico Corriente

taurus Título original: 1491. New Revelations of the Americas Before Columbus ©

Charles C. Mann

© De la traducción: Miguel Martínez-Lage y Federico Corriente © De esta edición:

2006, Distribuidora y Editora Aguilar, Altea, Taurus, alfaguara, S.A. Calle 80 No. 10-23
Bogotá – Colombia. Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara S. A. Av. Leandro N. Alem 720 (1001), Buenos Aires. Santillana Ediciones Generales S. A. de C. V. Avda. Universidad, 767, Col. del Valle, México, D.F. C. P. 03100. Santillana Ediciones Generales, S.L. Torrelaguna, 60. 28043, Madrid

ISBN: 978-958-704-488-1

Impreso en Colombia - Printed in Colombia Primera impresión, noviembre de 2006 Primera reimpresión, febrero de 2007


ÍNDICE
MAPA DE AMÉRICA INDÍGENA EN 1491
PREFACIO
INTRODUCCIÓN. EL ERROR DE HOLMBERG .
1. VISTA AÉREA.
PRIMERA PARTE. ¿NÚMEROS CAÍDOS DEL CIELO?
2. POR QUÉ SOBREVIVIÓ BILLINGTON
3. EN LA TIERRA DE LAS CUATRO REGIONES
4. PREGUNTAS MÁS FRECUENTES
SEGUNDA PARTE. HUESOS MUY ANTIGUOS
5. GUERRAS DEL PLEISTOCENO
6. ALGODÓN (o ANCHOAS) Y MAÍZ (Historias de dos c i v i l i z a c i o n e s , p r i m e r a p a r t e )
7. ESCRITURA, RUEDAS Y CADENAS HUMANAS CON CUBOS ( H i s t o ri as d e d o s c i v i l iz ac i o n e s , s e g u n d a p a r t e )
TERCERA PARTE. PAISAJE CON FIGURAS
8. LA REMODELACIÓN DEL PAISAJE AMERICANO
9. AMAZONIA
10. LA NATURALEZA ARTIFICIAL
11. CODA. LA GRAN LEY DE LA PAZ



INTRODUCCIÓN

EL ERROR DE HOLMBERG

1 VISTA AÉREA

EL BENI

El avión despegó un día en que hacía un frío sorprendente para estar en pleno centro de Bolivia, y emprendió vuelo rumbo al este, la la frontera con Brasil. En cuestión de minutos, las carreteras y casas desaparecieron de la vista, y las únicas huellas de la presencia humana pasaron a ser los rebaños esparcidos por la sabana como espolvoreado sobre una bola de helado. Pero también acabaron r desaparecer de la vista.

Para entonces, los arqueólogos habían sacado sus cámaras de fotos y no paraban de dispararlas con deleite. Bajo nosotros se extendía el Beni, una provincia boliviana más o nos del tamaño de Illinois e Indiana juntos y casi igual de llana.

Durante la mitad del año, la lluvia y la nieve derretida, procedente de montañas del sur y del oeste, cubren la tierra y la tapizan con una mina de agua móvil e irregular, imprevisible en su grosor, que terina por afluir a los ríos del norte de la provincia, los afluentes más tos de la cuenca del Amazonas. Durante el resto del año, el agua se evapora, y el intenso verdor de tan vasta llanura se convierte en algo e recuerda, y mucho, a un desierto. Esta llanura tan peculiar, reota, a menudo inundada, era precisamente lo que había atraído la ención de los investigadores, y no sólo por ser uno de los pocos lugares que hay en la tierra habitados por gente que tal vez jamás haya visto a los occidentales armados con sus cámaras fotográficas.

Clark Erickson y William Balée, los arqueólogos, iban sentados en los asientos de delante. Erickson, de la Universidad de Pensilvania, trajaba en colaboración con un arqueólogo boliviano que ese día no bía podido venir, con lo cual dejó un asiento libre en el avión, que ve la suerte de ocupar. Balée, de Tulane, es en realidad antropólogo, pero en la medida en que los científicos han ido apreciando el modo en que el pasado y el presente se alimentan de forma recíproca, la distinción entre antropólogos y arqueólogos se ha desdibujado bastante. Los dos son hombres de complexión muy distinta, como distintos son por temperamento y por intereses científicos, pero los dos iban por igual con la cara pegada al cristal, con idéntico entusiasmo.

Abajo, esparcidas por el paisaje, podían verse incontables islas de boscaje, muchas de las cuales formaban círculos casi perfectos, amontonamientos de verdor en un mar de hierba amarillenta. Cada una de las islas se alzaba a casi veinte metros por encima de la llanura aluvial, permitiendo el crecimiento de árboles que de otro modo no resistirían la acometida del agua. Estos bosquecillos estaban comunicados unos con otros mediante calzadas, tan rectas como un disparo de escopeta, de hasta cuatro o cinco kilómetros de longitud. Erickson está convencido de que todo este paisaje, de más de ciento cincuenta mil kilómetros cuadrados, repleto de isletas boscosas ligadas unas con otras mediante esas calzadas, había sido construido por una sociedad tecnológicamente avanzada y populosa hace más de un millar de años. Balée, menos documentado en la región del Beni, se inclinaba por esa misma opinión, pero todavía no estaba suficientemente preparado para comprometerse con ella.

Erickson y Balée forman parte de un regimiento de estudiosos que en los últimos años han desafiado radicalmente las ideas convencionales sobre cómo era el Hemisferio Occidental antes de la llegada de Colón. En mi época de estudiante en el instituto, por los años setenta, me enseñaron que los indios habían llegado a las Américas atravesando el estrecho de Bering hace más o menos trece mil años. Se pensaba que habían vivido sobre todo en grupos reducidos, aislados, y que su presencia había tenido tan escaso impacto en el medio ambiente que, incluso tras varios milenios de estancia, los dos continentes seguían en un estado poco menos que salvaje. Los institutos y las unir versidades siguen impartiendo hoy en día esas mismas enseñanzas. Una manera adecuada de resumir el punto de vista de personas como Erickson y Balée sería decir que para ellos este panorama de la vida de los indios es completamente erróneo. Los indios estuvieron en estas tierras desde antes de lo que se piensa, al menos a juicio de estos investigadores, y su presencia fue numéricamente muy superior a lo que se cree. Ytuvieron tal éxito al imponer su voluntad sobre el paisaje que en 1492 Colón desembarcó en un hemisferio absolutamente marcado por la humanidad que lo había habitado.

Si se tienen en cuenta las tensas relaciones entre las sociedades blancas y los pueblos nativos, cualquier intento de indagar en la cultura e historia de los indios se convierte de por sí en motivo ineludible de un contencioso. No obstante, los estudios más recientes resultan particularmente controvertidos. De entrada, algunos investigadores —más bien bastantes, aunque no necesariamente de las generaciones más antiguas— se mofan de las nuevas teorías y las tildan de meras fantasías que brotan de una interpretación no ya errónea sino casi caprichosa e incluso malintencionada de los datos, así como de una malévola interpretación de lo políticamente correcto. «No conozco prueba alguna de que en el Beni viviera alguna vez una población numerosa —me dijo Betty J. Meggers, de la Smithsonian Institution—. Afirmar lo contrario no pasa de ser el clásico ejemplo en el que lo deseable se impone a lo razonable».

En efecto, dos arqueólogos procedentes de Argentina y financiados por la Smithsonian, han sostenido hace poco que muchos de los montículos de mayor tamaño son depósitos aluviales completamente naturales: en poco más de una década «una pequeña población inicial» podría haber construido los puentes que se conservan, así como los campos de cultivo elevados. Idénticas críticas se aplican a las nuevas afirmaciones de los estudiosos en torno a los indios, al menos según sostiene Dean R. Snow, un antropólogo de la Universidad Estatal de Pensilvania. El problema estriba, apunta, en que «es escasa la evidencia que puede aportarse a partir de las pruebas etnohistóricas de que se disponen, aunque éstas se pueden esgrimir de modo que nos digan lo que uno quiera». «Realmente, es muy fácil engañarse si uno quiere». Y hay quien sostiene que las nuevas afirmaciones se apoyan en los planteamientos políticos de quienes aspiran a desacreditar la cultura europea, porque las altas cifras que se aportan contribuyen a inflar la escala de las pérdidas sufridas por los nativos.

El que las nuevas teorías entrañen consecuencias directas para las batallas ecológicas que se libran hoy en día es otra fuente de nuevas discusiones. De manera consciente o no, buena parte del movimiento medioambiental se alimenta de lo que el geógrafo William Denevan llama «el mito de lo prístino», esto es, la creencia de que las Américas eran en 1491 tierra prácticamente intacta, e incluso edénica, «incontaminada por el hombre», según se dice en la Ley de la Naturaleza de 1964, una ley federal de Estados Unidos que
constituye uno de los documentos fundacionales del movimiento ecológico global. Como ha escrito William Cronon, historiador de la Universidad de Wisconsin, para los activistas y los Verdes el restablecimiento de ese estado de antaño, considerado natural, es una tarea que la sociedad está moralmente obligada a emprender. No obstante, si ese nuevo planteamiento es correcto y si la obra de la humanidad lo ha impregnado todo, ¿en qué quedan los esfuerzos por restaurar la naturaleza?

El Beni es un caso modélico. Además de la construcción de carreteras, puentes, canales, diques, pantanos, montículos, terrenos de cultivo elevados y, seguramente, canchas para jugar a la pelota, según ha sostenido Erickson, los indios que vivieron aquí antes de la llegada de Colón también capturaban peces en las llanuras estacionalmente inundadas.

Esta actividad no se reducía a utios cuantos nativos con sus redes, sino que obedecía al esfuerzo de una sociedad en que cientos o miles de personas se dedicaron a construir entre un puente y otro densas redes en zigzag, hechas de arcilla, para capturar peces (o vallas para acorralarlos). Buena parte de esa sabana es natural y es el resultado de las inundaciones de temporada. Sin embargo, los indios mantuvieron y ampliaron los pastos por el sencillo procedimiento de pegar fuego periódica y regularmente a grandes extensiones de terreno. A lo largo de los siglos, las quemas dieron lugar a un intrincado ecosistema de especies vegetales adaptadas al fuego en virtud de la «pirofilia» indígena.
Los actuales habitantes del Beni siguen procediendo a la quema, aunque actualmente lo hagan sobre todo para mantener la sabana como pasto para el ganado. Cuando sobrevolamos la región acababa de comenzar la estación seca, pero ya se veían largas rastrojeras en llamas. El humo se elevaba en el cielo formando grandes y trepidantes columnas. En las zonas calcinadas, tras el paso del fuego los árboles eran troncos renegridos, muchos de ellos pertenecientes a especies por cuya salvación están luchando los activistas.

El futuro del Beni es incierto, sobre todo en la región menos populosa, en la franja fronteriza con Brasil. Hay forasteros que desean crear en la zona ranchos latifundistas, como se ha hecho en muchas zonas de pastos en Estados Unidos. Otros prefieren mantener esta región, tan escasamente poblada, en un estado lo más cercano posible a su versión silvestre. Los grupos de indios locales miran esta última proposición con recelos. Si el Beni se convierte en una reserva de la «naturaleza», se preguntan, ¿qué organización internacional les permitirá seguir pegando fuego a los rastrojos en la llanura?

¿Suscribiría cualquier grupo extranjero la quema a gran escala de la Amazonia? Por el contrario, los indios proponen que el control de la tierra que de en sus manos. Los activistas, por su parte, consideran esta idea sin el menor entusiasmo. Algunos grupos indígenas de Estados Unidos, sobre todo en el suroeste, han tratado de promover el uso de sus reservas como depósitos para los residuos nucleares. Todo ello sin mencionar el asunto de las quemas.

EL ERROR DE HOLMBERG

No toques ese árbol —dijo Balée.

Me quedé de piedra. Íbamos subiendo por una ladera baja, de tierra quebradiza, y estaba a punto de sujetarme a un árbol escuchimizado, casi como una vid, con las hojas hendidas.

Es un Triplaris americana—dijo Balée, experto en botánica de la selva—.

Hay que ir con cuidado. Me dijo que, en una alianza poco corriente, el americana hospeda colonias de hormigas rojas. De hecho, le cuesta trabajo sobrevivir sin el concurso de éstas. Las hormigas horadan y ocupan túneles diminutos por debajo de la corteza. A cambio del refugio, las hormigas atacan todo lo que toque el árbol, sea un insecto, un ave o un escritor desprevenido. La venenosa ferocidad de sus ataques ha dado pie al nombre que tiene el Triplaris americana entre los lugareños: es el árbol del diablo.

En la base del árbol del diablo, dejando al aire las raíces, se encontraba la madriguera desierta de un animal. Balée escarbó algo de tierra con un cuchillo y luego me hizo un gesto para que me acercara con Erickson y con mi hijo Newell, que nos acompañaban en aquella expedición. La oquedad estaba repleta de cerámicas rotas. Se veía el borde de los platos y algo que parecía el pie de una tetera, precisamente en forma de pie, con las uñas pintadas. Balée extrajo media docena de piezas de cerámica: esquirlas de recipientes y de platos, un trozo de una barra cilíndrica que podría haber sido parte de una de las patas de una olla. Afirmó que, al menos una octava parte del cerro, por volumen, estaba compuesta de fragmentos como ésos. Se podía excavar casi en cualquier parte y encontrar restos semejantes. Ascendíamos por una pila inmensa de platos rotos. Esa pila lleva el nombre de Ibibate y, con una altitud de casi veinte metros, se levanta en uno de los montículos más elevados del Beni. Erickson me explicó que las piezas de cerámica seguramente se empleaban para construir y airear el terreno arcilloso, para darle un uso agrario o de asentamiento. Si bien esta explicación tiene sentido en el terreno de la ingeniería, dijo, no basta para que las acciones de los constructores de montículos de hace tantos años dejen de resultarnos misteriosas. Los montículos abarcaban una extensión tan enorme que difícilmente pueden ser producto de la acumulación de residuos. El Monte Testaccio, la colina compuesta por trozos de cerámica que se alza al sureste de Roma, era el basurero de toda la ciudad. Ibibate es más grande
que el Monte Testaccio, y sólo es uno de los centenares de montículos semejantes que se alzan en la región. Es imposible imaginar que el Beni generase más basura que Roma; la cerámica de Ibibate, según Erickson, indica que un gran número de personas, muchas de ellos trabajadores cualificados, vivieron durante mucho tiempo sobre estos montículos, con animados festejos y bebida en abundancia. El número de alfareros necesario para fabricar semejantes montañas de cerámica, el tiempo preciso para llevar a cabo semejante labor, el número de personas necesario para dar alimento y cobijo a los alfareros, la organización de la destrucción y el enterramiento de las piezas a gran escala... todo ello es una evidencia, según la línea de pensamiento de Erickson, de que hace un milenio el Beni por fuerza tuvo que ser la sede de una sociedad altamente estructurada, una sociedad que por medio de las investigaciones arqueológicas estaba sólo empezando a ver la luz.

Ese día nos acompañaban dos indios sirionós, Chiro Cuéllar y su yerno Rafael. Los dos eran fibroso, morenos, imberbes. Mientras recorría a su lado el camino, me fijé en que los dos tenían pequeñas muescas en los lóbulos de las orejas. Rafael, animado hasta la fanfarronería, salpimentó la tarde con sus comentarios. Chiro, figura de cierta autoridad local, fumaba cigarrillos de la marca Marlboro hechos allí mismo y observaba nuestro caminar con expresión de divertida tolerancia. Vivían a menos de dos kilómetros de allí, en una aldea a la que se llegaba tras recorrer una larga carretera de tierra con hondas roderas. Habíamos llegado en coche a primera hora del día. Aparcamos a la sombra de una escuela en ruinas y de algunos desvencijados edificios de los misioneros que se apiñaban en lo alto de una pequeña colina, otro montículo antiquísimo. Mientras Newell y yo aguardábamos en el coche, Erickson y Balée entraron en la escuela para obtener permiso del propio Chiro y de los demás miembros del consejo de la aldea. Al ver que no teníamos nada que hacer, un par de niños sirionós trataban de convencernos a Newell y a mí de que fuéramos a ver a un joven jaguar enjaulado y de que les diésemos unas monedas a cambio. Al cabo de pocos minutos, Erickson y Balée volvieron n con el permiso requerido y con dos acompañantes, Chiro y Rafael.
ora, mientras ascendíamos por el Ibibate, Chiro comentó que yo me contraba junto al árbol del diablo. Sin cambiar su cara de póquer, me 'ó que subiera al árbol: en lo alto encontraría un fruto tropical de-m'oso. «No se parece a nada que hayas probado antes», prometió.

Desde lo alto de Ibibate vimos bien la sabana circundante. Más o menos a ochocientos metros, salvando una franja de hierba amarillenta que llegaba a la cintura, se veía una hilera recta de árboles, uno e los antiguos caminos elevados que servían de puentes, al decir de Erickson. Por lo demás, la región era tan llana que se podía ver todo varios kilómetros a la redonda; mejor dicho, se hubiera podido ver todo de no ser porque, en bastantes direcciones, el aire estaba teñido por el humo.


Después me pregunté por la relación que tenían nuestros escoltas con aquel paraje. ¿Eran los sirionós como los italianos de hoy en día que viven entre los monumentos de la antigua Roma? Les hice a Erickson y a Balée esa pregunta en el camino de vuelta.

Su respuesta fue desgranándose esporádicamente a lo largo de la tarde y a la hora de la cena, una vez que regresamos a nuestro alojamiento con una lluvia y un frío impropios de la estación. En los años setenta, me dijeron, las autoridades en el tema habrían respondido mi pregunta sobre los sirionós siempre de la misma forma. Sin embargo, hoy, los expertos me darían una respuesta muy distinta. La diferencia estriba en lo que di en llamar, de manera un tanto injusta, el error de Holmberg.

Aunque los sirionós no son sino uno más de la veintena de grupos nativos americanos que residen en el Beni, ciertamente son los más conocidos. Entre 1940 y 1942, un joven investigador aspirante a doctor llamado Allan R. Holmberg vivió entre ellos. En 1950 publicó una relación de sus vidas titulada Nomads of the Longbow [«Nómadas del arco»]. (El título hace referencia a los arcos de casi dos metros que los sirionós emplean para cazar). Convertido rápidamente en un clásico, Nómadas continúa siendo un texto icónico y muy influyente, que según fue filtrándose por medio de infinidad de artículos eruditos e incluso en los medios populares, terminó por ser una de las principales fuentes para que el mundo exterior se formase una imagen de los indios de Sudamérica.

Los sirionós, según informó Holmberg, se hallaban «entre los pueblos culturalmente más atrasados del mundo». Con una vida de constantes carencias y de hambre, no tenían vestimenta, ni animales domésticos, ni instrumentos musicales (ni siquiera carracas o tambores), ni arte ni diseño (con la excepción de unos collares hechos con dientes de animales), y prácticamente tampoco tenían religión (la «concepción del cosmos» de los sirionós estaba «prácticamente sin cristalizar»). Por increíble que fuera, no sabían contar más allá de tres ni sabían encender el fuego (que transportaban «de un campamento a otro en una rama encendida»). Sus endebles chozas, hechas con hojas de palma amontonadas al azar, eran tan ineficaces contra la lluvia y los insectos que los miembros de un grupo «pasan al año muchísimas noches sin dormir». Acuclillados sobre sus tristes fogatas a lo largo de las noches húmedas, asaltados por los mosquitos, los sirionós eran ejemplares vivientes de la humanidad en su estado más primitivo, la «quintaesencia» del
«hombre en un estado natural máximo», como dijo Holmberg. En su opinión, habían permanecido sin cambiar durante varios milenios, en medio de un paisaje en el que no habían dejado huella. Entonces se toparon con la sociedad europea y por primera vez su historia adquirió el flujo de una narración.

Holmberg fue un investigador cuidadoso y compasivo, cuyas detalladas observaciones sobre la vida de los sirionós siguen siendo hoy muy valiosas. Y tuvo la valentía de superar en Bolivia pruebas tan arduas que a muchos otros les hubieran llevado a renunciar.

Durante su estancia en el terreno, de muchos meses de duración, pasó hambre y toda clase de penalidades y privaciones, y con frecuencia estuvo enfermo. Cegado por una infección que contrajo en ambos ojos, tuvo que caminar durante días por la jungla para llegar a un hospital y lo hizo de la mano de un guía sirionó. Su salud nunca se restableció del todo. A su regreso, llegó a ser jefe del Departamento de Antropología de la Universidad de Cornell, y desde ese puesto desarrolló La inestabilidad del gobierno boliviano, así como los arranques de retórica antinorteamericana y antieuropea, fueron garantías suficientes para que muy pocos antropólogos y arqueólogos extranjeros siguieran los pasos de Holmberg por el Beni. No sólo el gobierno era hostil, sino que también la región, centro del tráfico de cocaína en los arios setenta y ochenta, era muy peligrosa. Hoy ha menguado el tráfico de drogas, aunque las pistas de aterrizaje de los contrabandistas aún pueden verse bien, construidas en trechos muy remotos de la jungla.

No lejos del aeropuerto de Trinidad, la mayor población de la provincia, es posible contemplar los restos de un avión de contrabando estrellado. Durante las guerras de la droga, «el Beni cayó en el descuido más absoluto, incluso para los criterios bolivianos», según afirma Robert Langstroth, geógrafo y ecologista de primera fila procedente de Wisconsin, que llevó a cabo allí el trabajo de campo para su tesis. «Era como el atrasado remanso del remanso más atrasado». Poco a poco, un reducido número de científicos se aventuró a explorar la región. Lo que aprendieron transformó su comprensión de aquel paraje y de sus pobladores.

Tal como creía Holmberg, los sirionós se hallaban entre las poblaciones culturalmente más empobrecidas de la tierra, pero no porque fueran remanentes intactos del antiquísimo pasado del género humano, sino porque las epidemias de gripe y de viruela habían causado estragos en sus aldeas durante los años veinte. Antes de las epidemias, al menos tres mil sirionós, y posiblemente muchos más, vivían en el este de Bolivia. En la época de Holmberg quedaban menos de ciento cincuenta, una pérdida de más del 95 por ciento en menos de una generación. Tan catastrófica había sido la disminución de la población que los sirionós tuvieron que pasar por un cuello de botella genético. (Un cuello de botella genético tiene lugar cuando una población mengua hasta tal punto que los individuos se ven obligados a procrear con sus propios parientes, lo cual puede dar pie a muy perjudiciales efectos hereditarios). Los efectos del cuello de botella los describió en 1982 Allyn Stearman, de la Universidad Central de Florida, el primer antropólogo que visitó a los sirionós desde los tiempos de Holmberg.
Stearman descubrió que los sirionós tenían una posibilidad treinta veces mayor de nacer con deformidades en los pies que cualquier otra población humana. Y casi todos los sirionós tenían muescas poco corrientes en los lóbulos de las orejas, rasgos que yo había observado en los dos hombres que nos acompañaron. A la vez que sufría el azote de las epidemias, según pudo saber Stearman, el grupo estaba en pie de guerra con los ganaderos blancos que iban apropiándose de la región. El ejército boliviano colaboró en esa incursión apresando a los sirionós y encerrándolos en lo que a todos los efectos eran

campos para presidiarios. A los que se liberaba tras una temporada de confinamiento se les obligaba a servir en los ranchos de los ganaderos blancos. El pueblo nómada con el cual viajó Holmberg por la jungla en realidad se escondía de los grupos que lo maltrataban. Corriendo no pocos riesgos, Holmberg trató de prestarles ayuda, pero nunca llegó a entender del todo que el pueblo al que consideraba un residuo del Paleolítico era en realidad un puñado de sobrevivientes a las persecuciones que poco antes habían destrozado una cultura. Fue como si se hubiera encontrado con unos refugiados huidos de los campos de concentración de los nazis y hubiera concluido que pertenecían a una cultura que siempre había caminado descalza, siempre al borde de la inanición.

Lejos de ser las sobras de la Edad de Piedra, probablemente los sirionós sonunos recién llegados al Beni. Hablan una lengua perteneciente al grupo tupí-guaraní, una de las familias lingüísticas más importantes de Sudamérica, aunque no muy corriente en Bolivia. las pruebas lingüísticas, no sopesadas por los antropólogos hasta la década de los setenta, hacen pensar que llegaron procedentes del norte en una fecha avanzada, el siglo xvII, más o menos a la vez que los primeros colonos y misioneros españoles. Otras revelaciones hacen pensar que seguramente llegaron a la zona varios siglos antes: los grupos que hablan las lenguas de la familia tupí-guaraní, seguramente entre ellos los sirionós, atacaron el imperio inca a comienzos del siglo xvi. No se sabe el porqué del desplazamiento de los sirionós, aunque uno de los motivos podría ser, lisa y llanamente, que el Beni estaba entonces poco poblado. No mucho antes, la sociedad de los pobladores anteriores se había desintegrado.

A juzgar por Nómadas del arco, Holmberg no tuvo noticias de esta cultura anterior, la que construyó los caminos elevados, los montículos, las granjas piscícolas. No se dio cuenta de que los sirionós recorrían un paisaje al que otros habían dado forma. Pocos observadores europeos antes de Holmberg habían reparado en la existencia de los trabajos de preparación del terreno, aunque algunos llegaron a dudar de que los caminos elevados y los islotes de boscaje fueran de origen humano. Hasta 1961, cuando William Denevan viajó a Bolivia, no concitaron la atención sistemática de los investigadores.

Mientras sobrevolaba el este de Bolivia a comienzos de los años sesenta del siglo xx, el geógrafo William Denevan se quedó sorprendido al ver que el paisaje (abajo)donde no había habido nada más que ranchos de ganado durante generaciones— todavía mostraba las señales de haber sido habitada por una sociedad grande y próspera, cuya existencia había caído en el olvido. Increíblemente, se siguen haciendo descubrimientos de este tipo hoy día. En 2002 y 2003 un equipo de investigadores finlandeses y brasileños descubrió los restos de docenas de formas geométricas en la tierra (arriba) en el estado de Brasil occidental, Acre, donde se acababa de talar un bosque para hacer ranchos de ganado. de doctorado en aquel entonces, había tenido conocimiento del particular paisaje de la región durante un anterior viaje a Perú como aprendiz de reportero, y pensó que podría ser un tema interesante para su tesis. Nada más llegar, descubrió que los geólogos de las compañías petroleras, los únicos científicos de la zona, creían que el Beni debía de estar repleto de los restos de una civilización desconocida.

Tras convencer a un piloto para que diese un rodeo fuera de su ruta habitual y sobrevolase una zona más al oeste, Denevan examinó el Beni desde el aire, y observó exactamente lo mismo que yo vi cuatro décadas después: montículos aislados de boscaje, largos caminos elevados sobre el terreno, canales, campos de cultivo también elevados, diques parecidos a los fosos de un castillo, extrañas elevaciones como cordilleras en zigzag. «Iba mirando por la ventanilla de uno de aquellos DG3 y me parecía que estaba a punto de volverme loco —me dijo Denevan—. Supe que todas aquellas formaciones no podían ser obra de la naturaleza. Esa clase de línea recta no existe en la naturaleza». A medida que Denevan fue aumentando su conocimiento sobre el paisaje, su asombro iba también en aumento. «Es un paisaje completamente humanizado, añadió—.

Para mí, se trata claramente de lo más apasionante que se ha dado en el Amazonas yen las zonas colindantes. Podría ser, creo yo, lo más importante que se haya visto en toda Sudamérica. Yestaba prácticamente sin estudiar por parte de los científicos». Sigue estando prácticamente intacto. Ni siquiera existen mapas detallados de esos trabajos de preparación del terreno, o de los canales.


Con unos orígenes que se remontan a más de tres mil años, esta sociedad prehistórica —en opinión de Erickson, fundada probablemente por los ancestros del pueblo de lengua arahuaco llamados ahora Mojo y Bauré— creó uno de los entornos naturales más amplios, más extraños, y de mayor riqueza ecológica que jamás se hayan dado en todo el planeta. Este pueblo erigió los montículos donde levantar sus hogares y granjas; construyó los caminos elevados y los canales para servir de vías de transporte y comunicación; creó las trampas piscícolas para disponer de alimentos y procedió a la quema regular de la sabana para mantener las tierras libres de la invasión de los árboles. Hace un millar de años, esa sociedad vivía su pleno apogeo. Sus aldeas y localidades eran espaciosas, ordenadas, defendidas por fosos y empalizadas. Según la hipotética reconstrucción de Erickson, casi un millón de personas podía haber recorrido los caminos elevados del este de Bolivia con sus largas túnicas de algodón y con pesados ornamentos en las muñecas y en el cuello.

Hoy en día, cientos de años después de que la cultura arahua, 1 desapareciera de este terreno, los bosques que rodean el montículo, de Ibibate y que aún crecen en él parecen el clásico sueño de un conervador del Amazonas: las lianas, gruesas como el brazo de un
hombre; las hojas colgantes de más de metro y medio de largo; los lisos troncos de los árboles que dan el coquito de Brasil, unas flores rondas que huelen como la carne caliente. En lo que se refiere a riqueza de las especies, Balée me dijo que los islotes boscosos de Bolivia son comparables a cualquier lugar de Sudamérica. Otro tan, a sucede con la sabana del Beni, por lo visto, aunque con un complemento de especies muy distinto. Ecológicamente, aunque diseñada y ejecutada por los seres humanos la región es un tesoro. Erickson connsidera el paisaje del Beni como una de las mayores obras de arte de la humanidad, una obra de arte que hasta hace poco era casi completamente desconocida, una obra de arte que ostenta un nombre ;'que pocas personas fuera de Bolivia son capaces de reconocer.

«DESPROVISTOS DE TODA HUMANIDAD Y DE SUS OBRAS»

El Beni no era una anomalía. Por espacio de casi cinco siglos, el error deHolmberg, esto es, la suposición de que los nativos americanos vivían en una situación eterna, sin historia, dominó sin contestación todo el trabajo de los estudiosos, y a partir de ahí se difundió en los manuales de enseñanza media, en las películas de Hollywood, en los artículos de prensa, en las campañas en defensa del medio ambiente, en los libros de aventuras románticas, en las camisetas estampadas. Se trata de una opinión que existió bajo formas muy diversas, y que fue defendida tanto por quienes aborrecían a los indios como por quienes los admiraban. El error de Holmberg explicaba esa visión estereotipada que tenían los colonos de los indios como bárbaros violentos; su imagen especular no es otra que el estereotipo de ensueño que dio lugar al mito del Buen Salvaje. Sea positiva o negativa, la imagen de los indios carece de lo que los expertos en ciencias sociales llaman capacidad de intervención: no eran «actantes» en sentido propio, sino meros recipiendarios pasivos de lo que un huracán, una tormenta tropical o cualquier otro desastre pudiera poner en sucamino.

El mito del Buen Salvaje se remonta incluso al primer estudio etnográfico en toda regla que se hizo de los pueblos indígenas de América, la Apologética Historia Sumaria, de Bartolomé de las Casas, escrita sobre todo en la década de 1530. Las Casas, un conquistador que se arrepintió de los actos cometidos y se ordenó sacerdote, pasó la segunda mitad de su dilatada vida oponiéndose en redondo a la crueldad de los europeos en las Américas. Según su manera de pensar, los indios eran seres naturales que habitaban, apacibles como las vacas, en el «paraíso terrenal». En su inocencia previa a la Caída, habían estado a la espera, tranquilamente y durante milenios, de que llegase la instrucción cristiana. Un contemporáneo de Las Casas, el comentarista italiano Pedro Mártir de Anglería, también era partidario de esta visión de las cosas. Los indios, escribió (cito por la traducción inglesa, de 1556) «viven en ese dorado mundo del que tanto hablan los escritores de antaño», y existen «en la simpleza y en la inocencia, sin aplicación de ley ninguna».

En nuestros tiempos, la creencia en la sencillez e inocencia inherentes a los indios se refiere sobre todo a su supuesta falta de impacto en el medio natural en que viven. Esta concepción se remonta al menos a Henry David Thoreau, quien dedicó buena parte de su vida a buscar «la sabiduría de los indios», una modalidad indígena del pensamiento que presumiblemente no abarcaba ninguna medida, ninguna categorización, hechos éstos que consideraba perversidades que permiten al ser humano transformar la naturaleza. Los planteamientos de Thoreau siguen teniendo una honda influencia. Después de la celebración del primer Día Mundial de la Tierra, en 1970, un grupo que se hacía llamar «Mantengamos la Belleza de América, S. A.» colocó vallas publicitarias en las que aparecía un actor de la etnia cherokee, llamado Cody Ojos de Hierro, llorando en silencio ante un paisaje contaminado. La campaña tuvo un éxito descomunal. Por espacio de casi una década, la imagen del indio lloroso pudo verse por todo el mundo.

Ahora bien, aun cuando los indios desempeñaban aquí un papel heroico, el anuncio seguía siendo una encarnación del error de Holmberg, ya que representaba de manera implícita a los indios como personas que jamás cambiaron y que fueron siempre fieles a su estado salvaje y original. Como la historia es perpetuo cambio, eran, pues, un pueblo carente de historia.

Las diatribas antiespañolas de Las Casas fueron, a su vez, objeto de tales ataques que el autor dejó indicado a sus herederos que publicasen la Apologética Historia cuarenta años después de su muerte (y murió en 1566) .

De hecho, el libro no tuvo una primera edición íntegra hasta 1909. Tal como da a entender este retraso, la polémica en torno al Buen Salvaje tendía a suscitar poca o ninguna simpatía durante los siglos xvIII y xix. En este sentido, resulta emblemático el historiador estadounidense George Bancroft, de profesión deán, quien en 1834 sostuvo que antes de la llegada de los europeos a Norteamérica ésta era «una tierra yerma e improductiva... Sus únicos habitantes eran unas cuantas tribus desperdigadas, alejadas unas de otras, compuestas por bárbaros débiles, carentes de comercio y de conexiones políticas». Al igual que Las Casas, Bancroft creía que los indios habían vivido en sociedades en las que nunca se produjo un solo cambio, con la particularidad de que Bancroft consideraba esta intemporalidad como indicio de pereza, no de inocencia.

De distintos modos, esa caracterización que proponía Bancroft se prorrogó hasta entrado el siglo siguiente. En 1934, Alfred L. Kroeber, uno de los fundadores de la antropología americana, expuso la teoría de que los indios del este de Norteamérica no pudieron desarrollarse —no pudieron tener una historia propia— por la sencilla razón de que su vida consistió de manera constante en una «guerra que era mera locura, una guerra interminable, una continua guerra de desgaste». Escapar al ciclo del conflicto era «punto menos que imposible», a su parecer. «El grupo que tratara de desplazar sus valores de la guerra a la paz estaba casi con toda seguridad condenado a una extinción prematura»*. Kroeber reconoció que los indios, al margen de sus continuas guerras, dedicaban cierto tiempo para cultivar sus cosechas; pero insistía en que la agricultura «no era una actividad básica de la vida en el este; era algo ancilar, en cierto sentido un lujo». A resultas de ello, «el 95 por ciento, o tal vez más, de la tierra que podría haber sido cultivada siguió siendo virgen».

Cuatro décadas después, Samuel Eliot Morison, galardonado con el premio Pulitzer en dos ocasiones, cerró sus dos volúmenes sobre El descubrimiento europeo de América con la sucinta afirmación de que los indios no habían erigido monumentos o instituciones duraderas. Aprisionados en una tierra asilvestrada, que no cambió jamás, eran «paganos que contaban con llevar una vida breve y embrutecida des-

* Según Joseph Conrad, esa violencia inherente era de origen culinario. «El noble piel roja —explicó el gran novelista— era un cazador formidable, pero sus mujeres no habían llegado a dominar el arte de la cocina a conciencia, lo cual tuvo consecuencias deplorables. Las siete naciones que poblaban las riberas de los Grandes Lagos, así como las tribus de jinetes de las llanuras, eran víctimas de una terrible dispepsia». Al estar sus vidas asoladas por «la recurrente irritabilidad que sigue al consumo de alimentos mal cocinados», eran de continuo propensas a las riñas. ligada de toda esperanza de futuro».

La «principal función en la historia» de los pueblos nativos, según proclamó en 1965 el historiador británico Hugh Trevor-Roper, Barón Dacre de Glanton, «consiste en mostrar en el presente la imagen de un pasado del cual ha logrado escapar la historia».

Los manuales reflejaban al pie de la letra estas convicciones académicas. En un examen de los manuales de historia que se empleaban en Estados Unidos, Frances Fitzgerald llegó a la conclusión de que entre 1840y 1940 la caracterización de los indios se había desplazado, «si acaso, resueltamente hacia el atraso». Los autores más antiguos consideraban que los indios eran importantes, pese a no estar civilizados. Pero en libros posteriores aparecen constreñidos en una misma fórmula: «perezosos, pueriles y crueles». Un manual de gran difusión en la década de 1940 dedicaba sólo «unos cuantos párrafos» a los indios, «el último de los cuales lleva este epígrafe: "Los indios eran unos atrasados"», escribió Frances Fitzgerald.

Aunque hoy en día sean menos habituales, semejantes puntos de vista no han desaparecido. La edición de 1987 de American History: A Survey [«Historia de Norteamérica: un repaso»), libro de texto habitual en los institutos, y obra de tres conocidos historiadores, resumía de este modo la historia de los indios: «Durante miles de siglos, siglos en los cuales la raza humana no dejó de evolucionar, y a lo largo de los cuales formó comunidades y sentó los cimientos de las civilizaciones nacionales en África, Asia y Europa, los continentes a los que hoy llamamos las Américas siguieron vacíos, desprovistos de toda humanidad y de sus obras». La historia de los europeos en el Nuevo Mundo, según informaba el libro a los estudiantes, «es la historia de la creación de una civilización allí donde no había existido ninguna».

Siempre es sencillo para quienes viven en el presente sentirse superiores a los que vivieron en el pasado. Alfred W. Crosby, historiador de la Universidad de Texas, señaló que muchos de los investigadores que profesaron el error de Holmberg vivieron en una época en la que las fuerzas motrices del pensamiento parecían obedecer a los grandes líderes de origen europeo, y en la que las sociedades blancas parecían a punto de aplastar a las sociedades no blancas en todos los rincones del mundo. A lo largo de todo el siglo xix y durante buena parte del xx, el nacionalismo mantuvo un ascenso permanente, al tiempo que los historiadores tendían a identificar la historia más con la nación que con las culturas, las religiones o las formas de vida.

Sin embargo, la Segunda Guerra Mundial enseñó a Occidente que los no occidentales, en este caso los japoneses, eran capaces de introducir y experimentar vertiginosos cambios en sus sociedades. La veloz desintegración de los imperios coloniales europeos esclareció más si cabe esta cuestión.

Crosby comparaba los efectos de estos acontecimientos sobre los expertos en ciencias sociales con los que vivieron los astrónomos con «el descubrimiento de que las más tenues manchas que se veían entre las estrellas de la Vía Láctea eran en realidad galaxias muy remotas».

Entretanto, las nuevas disciplinas y las nuevas tecnologías abrieron las puertas a nuevas formas de examinar el pasado. Así irrumpieron la demografía, la climatología, la epidemiología, la economía, la botánica y la palinología (el análisis del polen), así como la biología molecular y evolutiva, las técnicas de datación mediante carbono 14, el muestreo de fragmentos de hielo, la fotografía por satélite, y la tamización y análisis del terreno, el análisis genético por microsatélite y los vuelos virtuales en tres dimensiones... todo un torrente de nuevas técnicas y perspectivas. Y tan pronto como comenzaron a utilizarse, la idea de que los seres humanos que habían ocupado en solitario un tercio de la superficie de la Tierra apenas habían cambiado durante millares de años comenzó a resultar poco o nada verosímil. Es cierto que algunos investigadores han tratado de rebatir vigorosamente los nuevos hallazgos, que han tachado de exageraciones y desatinos. («Nos hemos limitado a reemplazar el mito antiguo [el de la Tierra asilvestrada e intacta] por uno nuevo —se mofó el geógrafo Thomas Vale—: el mito del paisaje humanizado»). Pero al cabo de varias décadas de descubrimientos y debates, una nueva panorámica de las Américas y de sus habitantes originales ha comenzado a emerger.

La publicidad sigue conmemorando a los indios nómadas y ecológicamente puros que emprendían a caballo la caza del bisonte en las Grandes Llanuras de Norteamérica, pero en tiempos de Colón la gran mayoría de los nativos americanos residían al sur del Río Grande. No eran nómadas, sino que habían construido algunas de las ciudades más grandes y opulentas del mundo y vivían en ellas. Lejos de depender de la caza mayor, la mayoría de los indios eran ganaderos y agricultores. Otros subsistían gracias al marisco y el pescado. En cuanto a los caballos, resulta que los caballos llegaron de Europa. Con la sola excepción de las llamas en los Andes, en el Hemisferio Occidental no existían bestias de carga. Dicho de otro modo, las Américas eran un territorio inmensamente más bullicioso, ajetreado, diverso y poblado de lo que los investigadores habían supuesto con anterioridad. Y también era más antiguo.

LAS OTRAS REVOLUCIONES NEOLÍTICAS

Durante gran parte del pasado siglo, los arqueólogos creían que los indios habían llegado a las Américas atravesando el estrecho de Bering hace más o menos trece mil años, al término de la última glaciación. Como las gruesas láminas de hielo encerraron enormes cantidades de agua, el nivel del mar en el mundo entero descendió unos noventa metros.

El estrecho de Bering, escasamente profundo de por sí, se convirtió en un amplio y sólido puente entre Siberia y Alaska. En teoría, los pueblos paleoindios, como se les ha llamado, se limitaron a cruzar a pie los ochenta y ocho kilómetros que hoy separan los dos continentes. C. Vance Haynes, arqueólogo de la Universidad de Arizona, dio los toques definitivos a la hipótesis en 1964, cuando llamó la atención sobre el hecho de que exactamente en aquella época —esto es, hace unos trece mil años—, dos grandes láminas glaciares del noroeste de Canadá se desgajaron del continente, dejando entre ambas un corredor practicable, no demasiado frío, libre de hielos y banquisas. Los paleoindios podrían haber pasado desde Alaska a las regiones menos inhóspitas del sur a
través de ese canal sin tener que atravesar a pie la masa de hielo. Por esa época, ésta se había extendido tres kilómetros al sur del estrecho de Bering y estaba casi desprovista de toda huella de vida. Sin el corredor libre de hielo propuesto por Haynes, es difícil imaginar que los seres humanos hubieran podido desplazarse al sur. La combinación del puente de tierra con el corredor libre de hielo se ha producido una sola vez en los últimos veinte mil
años, y tuvo una duración de muy pocos siglos. Y todo esto aconteció antes de que emergiera la que era entonces la cultura más antigua de la que se tiene noticia en las Américas, la cultura de Clovis, así llamada por la población de Nuevo México en la que, por vez primera, se observaron sin ningún género de dudas sus rastros. La exposición con que revistió Haynes su teoría le dio la apariencia de ser algo a prueba de todo rebatimiento, tanto que relativamente pronto encontró eco en los libros de texto. Yo la aprendí cuando estudiaba en el instituto. Lo mismo le sucedió a mi hijo, treinta años más tarde.

En 1997, la teoría se desbarató de forma brusca. Algunos de sus más ardientes defensores, entre ellos el propio Haynes, reconocieron públicamente que una excavación arqueológica llevada a cabo en el sur de Chile había demostrado de manera inapelable la existencia de habitantes humanos en aquella región hace más de doce mil años. Y puesto que aquellos pobladores habitaban a más de once mil kilómetros al sur del estrecho de Bering, una distancia que cuando menos habría costado mucho tiempo recorrer, parece evidente que casi con toda seguridad habían llegado allí antes de que el corredor libre de hielo quedara abierto. (Sea como fuere, nuevas investigaciones han puesto en duda la existencia de ese corredor). Si se piensa en la práctica imposibilidad de salvar los glaciares sin la existencia del corredor, algunos arqueólogos han propuesto que los primeros pobladores de las Américas tuvieron que llegar hace veinte mil años, cuando el corredor de hielo era mucho más angosto. E incluso antes: el yacimiento arqueológico de Chile presentaba sugerentes evidencias de artefactos manufacturados hace más de treinta mil años. O tal vez se dé el caso de que los primeros indios llegaron en embarcaciones, y no tuvieron necesidad del puente de tierra o es posible que llegaran por Australia, pasando por el Polo Sur. «Nos hallamos en una situación de gran confusión —me dijo el arqueólogo Stuart Fiedel—. Todo lo que dábamos por sabido es seguramente un craso error», añadió, exagerando un poco para causar mayor efecto.

No se ha alcanzado un consenso, aunque es cada vez mayor el número de investigadores que creen que el Nuevo Mundo estuvo habitado por un solo grupo, muy reducido, que cruzó el estrecho de Be-ring, se atascó en Alaska y se diseminó por el resto de las Américas en dos o tres oleadas sucesivas y bien diferenciadas, siendo los antepasados de la mayoría de los indios modernos el segundo de estos grupos. Los investigadores difieren en cuestiones de detalle: algunos científicos plantean la hipótesis de que en las Américas se produjeron antes de la llegada de Colón hasta cinco oleadas sucesivas de asentamientos, la primera de las cuales dataría de hace cincuenta mil años, nada menos. En la mayor parte de las versiones, sin embargo, se considera que los indios llegaron en una fecha relativamente tardía.

A los activistas en favor de los indios les desagrada esta línea de investigación. «No te puedes ni siquiera imaginar cuántos blancos han venido a decirme que "la ciencia" demuestra que los indios eran un hatajo de intrusos», me comentó Vine Deloria Jr., experto en ciencias políticas de la Universidad de Colorado, en Boulder. Deloria es autor de muchos libros, entre ellos Red Earth, White Lies [«Tierra roja, mentiras blancas»], una crítica a fondo de la corriente dominante en arqueología. El índice analítico del libro deja constancia, en líneas generales, de su contenido. En el apartado «Ciencia» encontramos las entradas «corrupción, fraude y...», «explicaciones de los indios ignoradas por...», «falta de pruebas de las teorías de...», «el mito de la objetividad de...», «racismo de...», etc. En opinión de Deloria, la arqueología intenta sobre todo apaciguar la culpabilidad de los blancos. Asegurar que los indios acabaron con otras poblaciones es algo que encaja a pedir de boca en este plan. «Si nosotros sólo somos los ladrones que han robado las tierras a otros —dijo Deloria—, ellos siempre pueden protegerse y decir: "Pues bien, nosotros hicimos lo mismo.

Todos aquí somos emigrantes, ¿sí o no?"».

La lógica moral de ese argumento que trae a colación Deloria, según el cual «todos somos emigrantes», es cuando menos dificil de analizar. Parece venir a decir que dos errores dan por resultado un acierto. Pero es que, por si fuera poco, no hay pruebas que demuestren que el primer «error» fuera realmente un error: no se sabe absolutamente nada acerca de los contactos habidos entre las sucesivas oleadas de las migraciones paleoindias. En cualquier caso, el hecho de que la inmensa mayoría de los americanos nativos de hoy en día llegaran en primer o en segundo lugar es algo irrelevante de cara a la valoración de sus logros culturales. En todas las suposiciones que cabe imaginar, salieron del continente euroasiático antes de que se tuviera la menor noticia de la Revolución Neolítica.

La Revolución Neolítica constituye la invención de las técnicas agrarias y ganaderas, acontecimiento cuya relevancia no se puede pasar por alto. «La trayectoria del ser humano —escribió el historiador Ronald Wright—, se divide en dos: todo lo que hubo antes de la Revolución Neolítica y todo lo que vino después». Ésta tuvo su origen en Oriente Próximo, hace más o menos once mil años. En los milenios siguientes, la rueda y los utensilios de metal empezaron a utilizarse en esa misma región. Los sumerios amalgamaron ambas invenciones, añadieron a éstas la escritura, y en el tercer milenio antes de Cristo crearon la primera gran civilización. Desde entonces, todas las culturas europeas y asiáticas, sin que importe lo dispares que puedan ser por su apariencia, se hallan a la sombra de la civilización sumeria. Los americanos nativos, que abandonaron Asia mucho antes de que se iniciase la agricultura, se perdieron a la fuerza los grandes beneficios generados por esta técnica. «Tuvieron que hacerlo todo por su cuenta», me comentó Crosby.

De manera sobresaliente, lo consiguieron.

Los investigadores saben desde hace mucho que en Mesoamérica se produjo una segunda Revolución Neolítica, independiente de la primera. El momento exacto en que tuvo lugar es incierto —los arqueólogos la sitúan cada vez más y más atrás—, pero ahora se cree que se produjo hace más o menos diez mil años, esto es, no mucho después de la Revolución Neolítica de Oriente Próximo. No obstante, en 2003, los arqueólogos descubrieron antiguas semillas de calabazas cultivadas en la zona costera de Ecuador, al pie de los Andes, que bien podrían ser más antiguas que cualquier otro resto agrícola de toda Mesoamérica, lo cual entrañaría que tuvo lugar una tercera Revolución Neolítica. Esta Revolución Neolítica probablemente desembocó, entre otras muchas cosas, en el comienzo de las culturas del Beni. Los dos Neolíticos americanos se extendieron con más lentitud que su contrapartida en Eurasia, posiblemente porque en muchos lugares los indios no tuvieron tiempo para alcanzar la densidad de población requerida, y posiblemente, también, por la extraordinaria naturaleza de la cosecha india más destacada, el maíz*.

Los antecedentes del trigo, del arroz, del mijo y de la cebada recuerdan de manera evidente a sus descendientes cultivados. Por ser comestibles y sumamente fértiles, es fácil imaginar cómo surgió la idea de plantar estas especies vegetales. El maíz, en cambio, no puede reproducirse por sí solo, porque los granos están envueltos bajo las prietas hojas que encierran la mazorca, de manera que los indios tuvieron que desarrollar el maíz a partir de alguna otra especie. Ahora bien, no existen especies silvestres que recuerden el maíz. Su pariente genético más próximo es una hierba de montaña que se llama teocinte, y que a primera vista es completamente distinta; de entrada, las mazorcas son aún más pequeñas que el maíz enano que se sirve en los restaurantes chinos. Nadie se alimenta del teocinte, porque produce demasiado poco grano para que valga la pena cultivar-

* En Estados Unidos y algunas partes de Europa se le llama corra. Prefiero utilizar «maíz» [maizeen el original] porque el maíz indio, multicolor y consumido sobre todo después de su secado y molido, es asombrosamente distinto de la variedad de granos amarillos, dulces, uniformes, que por lo general evoca en Norteamérica el término coro. En Gran Bretaña, coro también puede hacer referencia al cereal que se cosecha de manera más intensiva en una región; por ejemplo, a la avena en Escocia se la denomina en ocasiones con este término. [En castellano la distinción no es relevante. N. de los T.]..

Al crear el maíz moderno a partir de esa planta tan poco prometedora, los indios llevaron a cabo una hazaña tan inverosímil que los arqueólogos y los biólogos han pasado décadas y aún siguen discutiendo acerca del modo en que se logró. Junto con las diversas variedades de la calabaza, las alubias y los aguacates, el maíz proporcionó a Mesoamérica una dieta equilibrada, seguramente más nutritiva que la de sus equivalentes en Oriente Próximo o en Asia. (La agricultura andina, basada en las patatas .y los frijoles, y la agricultura amazónica, basada en la mandioca [cassava], tuvieron un impacto amplio, aunque globalmente no fuese comparable al del maíz).

Pasaron más o menos siete mil años entre el primer albor del Neolítico en Oriente Próximo y el establecimiento de la civilización sumeria. Los indios recorrieron idéntico camino en algo menos (aunque los datos son excesivamente precarios para tratar de ser más precisos). La palma deben llevársela sin lugar a dudas los olmecas, la primera cultura tecnológicamente compleja del hemisferio. Tras aparecer en la parte más estrecha de la «cintura» de México en torno al año 1800 a.C., dieron en vivir en ciudades y poblaciones construidas en torno a montículos donde levantaban sus templos. En torno a ellos se veían colosales cabezas masculinas, de piedra, muchas de ellas de un metro ochenta de alto, o más, con unos tocados parecidos a los cascos, el ceño perpetuamente fruncido y rasgos un tanto africanos, detalle este último que ha dado lugar a ciertas especulaciones en torno a que la cultura olmeca estuviera inspirada en viajeros llegados de África. Los olmecas no fueron sino la primera de las muchas sociedades que surgieron en Mesoamérica a lo largo de esta época.

La mayoría profesaba religiones que se basaban en los sacrificios humanos, siniestras a tenor de los criterios actuales, pero sus logros económicos y científicos fueron sin duda brillantes. Inventaron una docena de sistemas de escritura diferentes, establecieron redes comerciales muy extensas, registraron las órbitas de los planetas, crearon un calendario de 365 días al año (mucho más exacto que los que entonces existían en Europa), y registraban su propia historia en «libros» plegados como los acordeones, sobre hojas de corteza de higuera.

Es posible que su mayor hazaña intelectual fuese la invención del cero. En su clásica historia titulada Number: The Language of Science [«El número: el lenguaje de la ciencia»], el matemático Tobias Dantzig afirmó que el descubrimiento del cero fue «uno de los mayores logros de la humanidad», «un momento decisivo» en las matemáticas, la ciencia y la tecnología. El primer indicio, aún en susurros, que se tiene del cero en Oriente Próximo se produjo en torno al año 600 a.C. Al sumar las cifras, los babilonios las disponían en columnas, como aprenden hoy a hacer los niños. Para distinguir entre sus equivalentes del 11 y del 101, colocaban dos señales triangulares entre los dígitos, 1,1á1, para entendernos. (Como el sistema matemático de los babilonios era sexagesimal y no decimal, el ejemplo es correcto sólo en principio). Curiosamente, sin embargo, no empleaban el símbolo para distinguir entre sus versiones del 1, el 10, y el 1001. Tampoco sabían los babilonios sumar ni restar con el cero, ni menos aún emplear el cero para entrar en el reino de los números negativos. Los matemáticos sánscritos emplearon el cero por primera vez, en el sentido contemporáneo —esto es, en tanto cifra, no tan sólo a la derecha de una cantidad— en algún momento de los primeros siglos de nuestra era. En Europa, el cero no aparece hasta el siglo xII. Los gobiernos europeos y el Vaticano se resistieron al cero, a ese algo que representaba la pura nada, por considerarlo foráneo y en modo alguno cristiano. Entretanto, el primer cero del que se tiene constancia en las Américas aparece en un bajorrelieve maya del año 357 de nuestra era, posiblemente anterior al sánscrito. Y hay monumentos anteriores al nacimiento de Cristo en los que no aparecen los ceros, pero sí las fechas según un sistema de calendario que se basa en la existencia del cero.

¿Significa esto que los mayas estuvieran más avanzados que sus semejantes por ejemplo de Europa? Los científicos sociales suelen torcer el gesto ante esta pregunta, y no les faltan razones. Los olmecas, los mayas y otras sociedades mesoamericanas fueron pioneros mundiales en las matemáticas y la astronomía, pero no empleaban la rueda. Podrá parecer asombroso: habían descubierto la rueda, pero no la empleaban nada más que para los juguetes infantiles. Quienes quieran encontrar una historia de superioridad cultural, la encontrarán en el cero; quienes busquen un fracaso, lo encontrarán en la rueda. Ninguna de las dos líneas argumentales sirve de gran cosa. Lo más importante es que en el año 1000 d.C. los indios habían ampliado las revoluciones neolíticas hasta el punto de crear una panoplia de civilizaciones diversas por todo el hemisferio.

Quinientos años después, cuando Colón se adentró en aguas del Caribe, los descendientes de las distintas revoluciones neolíticas que en el mundo fueron se encontraron en una colisión que tuvo consecuencias terribles para todos.

UNA VISITA GUIADA

Imaginemos, por un momento, un viaje imposible: tomamos un avión y despegamos del este de Bolivia, como fue mi caso, pero estamos en el año 1000 d.C., y realizamos un vuelo de reconocimiento a lo largo de todo el Hemisferio Occidental. ¿Qué sería visible desde las ventanillas del aparato?

Hace cincuenta años, la mayor parte de los historiadores habrían dado una respuesta muy simple a esta pregunta: dos continentes absolutamente asilvestrados, poblados muy escasamente por bandas dispersas cuyo modo de vida apenas habría cambiado nada desde la última glaciación. Las únicas excepciones serían México y Perú, donde los mayas y los ancestros de los incas avanzaban casi a rastras hacia los comienzos de la Civilización.

Hoy, la idea que tenemos es completamente distinta en casi todos los sentidos. Imaginemos que ese avión del primer milenio vuela hacia el oeste, desde los páramos del Beni a las cumbres de los Andes. Nada más iniciar el trayecto, se encuentran los caminos elevados y los canales que se ven actualmente, con la peculiaridad de que están en perfectas condiciones y repletos de gente. (Hace cincuenta años, esos trabajos de preparación del terreno realizados en tiempos prehistóricos eran casi del todo desconocidos incluso para quienes vivían en las inmediaciones). Al cabo de poco más de
ciento cincuenta kilómetros, el avión gana altura para salvar las montañas, y la panorámica de la historia vuelve a cambiar. Hasta hace relativamente poco, los investigadores habrían dicho que las tierras altas, en el año 1000, estaban ocupadas por pequeñas localidades muy diseminadas, y que sólo había dos o tres grandes ciudades con sólidas construcciones de piedra. Las más recientes investigaciones arqueológicas han servido para revelar que en esta época en los Andes existían dos estados en la montaña, cada uno de ellos mucho más extenso de lo que previamente se suponía.

El estado más cercano al Beni tenía su centro en torno al lago Titicaca, una masa de agua andina de 180 kilómetros de longitud, a caballo entre la frontera de Perú y Bolivia. La mayor parte de esta región se encuentra a una altitud de 3.600 metros, tal vez más. Los veranos son cortos, los inviernos lógicamente largos. Esta «tierra desolada, gélida», como escribió el aventurero Victor von Hagen, «era a todas luces el último lugar en el que uno podría dar por hecho que se hubiera desarrollado una cultura». Lo cierto es que el lago y sus alrededores son relativamente templados, y que la tierra circundante está menos expuesta ysonmásheladas que las zonas altas que la rodean. Aprovechándose de ese a más o menos benigno, la población de Tiahuanaco, uno de los asentamientos que han existido alrededor del lago, comenzó florecer después del año 800 a.C. con el drenaje de los humedales 'fue flanqueaban los ríos que iban a dar al largo, casi todos proceden ledel sur. Mil años después, la población había crecido hasta el pun- : de ser sede de un extenso sistema de gobierno, una suerte de ciudad-estado, también llamado Tiahuanaco.

Al ser no tanto un estado centralizado como un conjunto de ayuntamientos unidos por la égida religioso-cultural del centro de los mismos, Tiahuanaco se benefició de las diferencias ecológicas extremas que tienen lugar entre la costa del Pacífico, las montañas escarpadas y el altiplano, y llegó a crear una tupida red de intercambios: pescado del mar; llamas del altiplano, y frutas, verduras y cereales de los campos que rodeaban el lago. Gracias a la acumulación de la riqueza, la ciudad de Tiahuanaco llegó a ser una maravilla de pirámides en terrazas y grandes monumentos. Los muelles y diques de piedra se adentraban en las aguas del lago Titicaca, y a sus costados se apiñaban las barcas de alta proa, hechas de cañas y juncos. Dotada de agua corriente, de una red de alcantarillas cerrada, de paredes pintadas de colores chillones, Tiahuanaco llegó a contarse entre las ciudades más impresionantes del mundo.

Alan L. Kolata, arqueólogo de la Universidad de Chicago, realizó sucesivas excavaciones en Tiahuanaco durante los años ochenta y a comienzos de los noventa. Ha escrito que alrededor del año 1000 la ciudad tenía una población de unos 115.000 habitantes, junto con otro cuarto de millón en los campos circundantes. Son cifras que París, por ejemplo, tardaría todavía cinco siglos en alcanzar. La comparación no parece un disparate. En aquel entonces, el territorio que ocupaba el pueblo Tiahuanaco tenía más o menos el tamaño de la Francia actual. Otros investigadores creen que esta estimación de la población es demasiado elevada. Es más probable que fueran veinte o treinta mil en la ciudad, según Nicole Couture, arqueóloga de la Universidad de Chicago que contribuyó a editar la publicación definitiva de la obra de Kolata en 2003. Y, en su opinión, el número de pobladores de los campos circundantes sería similar.

¿Cuál de los dos planteamientos es el correcto? Si bien Couture se mostraba plenamente segura de sus estimaciones, afirmó que tendría que pasar aún «otra década» hasta que se pudiera zanjar el asunto. Sea como fuere, el número exacto no afecta a lo que ella considera el punto crucial de la cuestión. «Construir una ciudad tan grande en un lugar como éste es algo realmente insólito —dijo—. Me doy perfecta cuenta cada vez que vuelvo allí».

Al norte y al oeste de Tiahuanaco, en lo que hoy es el sur de Perú, se encontraba el estado rival de Huari, que abarcaba por entonces más de mil quinientos kilómetros por la columna vertebral de la cordillera andina.

Organizados de manera más férrea, y con una mentalidad militar mayor que la de Tiahuanaco, los gobernadores de Huari idearon una especie de fortalezas que construyeron con arreglo a un mismo patrón y distribuyeron a lo largo de sus fronteras. La capital, llamada también Huari, se encontraba a gran altura, cerca de la moderna ciudad de Ayacucho. Con una población tal vez cercana a los setenta mil habitantes, Huari era un denso laberinto, lleno de callejuelas, con templos amurallados, patios ocultos, tumbas reales y edificios de viviendas de hasta seis plantas de altura. La mayoría de los edificios estaban recubiertos de yeso blanco, con lo cual la ciudad resplandecía al sol de las montañas.

En el año 1000 d. C., fecha de nuestro imaginario vuelo de reconocimiento, ambas sociedades se hallaban aquejadas por una sucesión de terribles sequías. Es posible que ochenta años antes las tormentas de arena hubieran asolado los altiplanos y ennegrecido los glaciares de las cumbres. (Las prospecciones de hielo de los años noventa hacen pensar en esta posibilidad). Se produjo después una larga serie de sequías prolongadas, muchas de más de una década de duración, punteadas por tremendas inundaciones. (Los sedimentos y los anillos de los árboles describen bien esta secuencia). La causa del de- sastre todavía está por ver, pero algunos meteorólogos creen que el Pacífico está sujeto a azotes «mega-Niño», potentísimas y asesinas versiones del patrón de conducta de «El Niño», de sobra conocido, que causa no pocos destrozos en la climatología del continente americano a día de hoy. Aquellos «mega- Niños» se produjeron cada pocos siglos entre los años 200y 1600 d.C. En 1925 y 1926, un El Niño bastante potente, sin llegar a ser un mega-Niño, sino sólo uno mayor que de costumbre, arrasó la Amazonia con tales olas de calor que los fuegos declarados espontáneamente, repentinos, acabaron con la vida de cientos, tal vez miles de personas en la jungla. Se secaron los ríos, se alfombraron los lechos de peces muertos. En el siglo xi, posiblemente un mega-Niño provocara las sequías de aquellos años. Sea cual fuere la causa de este trastorno climatológico, lo cierto es que puso seriamente a prueba a las sociedades de Huari y de Tiahuanaco.

En este punto conviene ser precavido. Europa sufrió una «pequeña glaciación» de frío extremo entre los siglos xtv y xtx, aunque los historiadores rara vez atribuyen el ascenso y caída de los estados europeos durante ese periodo a los cambios climáticos. Fueron los inviernos atroces los que impulsaron a los vikingos a salir de Groenlandia, y esos mismos inviernos fueron responsables de las pobres cosechas que exacerbaron las tensiones en la Europa continental, a pesar de lo cual pocos afirmarían que aquella pequeña glaciación fue la causa de la Reforma. Del mismo modo, los mega-Niños no fueron sino una más de las muchas presiones que sufrieron las civilizaciones andinas de la época, presiones a las que al fin y a la postre ni Huari ni Tiahuanaco supieron sobrevivir por medio de sus recursos políticos. Poco después del año 1000, el «estado» de Tiahuanaco se desintegró en fragmentos que no volverían a unirse hasta pasados cuatro siglos, cuando los incas los
absorbieron. También cayó Huari. Ocupó su lugar, y tal vez es posible que propiciara su derrocamiento, un estado llamado Chimor, que llegó a controlar un imperio que se extendía por todo el centro de Perú hasta ser también asimilado por los incas.
Historias de este estilo, recién descubiertas, aparecen prácticamente por todas las Américas. Pongamos con nuestro avión rumbo al norte, hacia Centroamérica y el sur de México, para adentrarnos en la península del Yucatán, cuna y patria de los mayas. Hace cuarenta años que son bien conocidas las ruinas mayas, desde luego, pero entre ellas también se han descubierto muchas novedades. Parémonos a considerar Calakmul, las ruinas que Peter Menzel y yo visitamos a comienzos de los años ochenta. Apenas excavadas una vez que se produjo su descubrimiento, cuando nosotros llegamos, las ruinas de Calakmul estaban cubiertas casi del todo por una vegetación reseca, espinosa, que formaba una inmensa maraña de púas y cubría sus dos enormes pirámides. Cuando Peter y yo hablamos con William J. Folan,

de la Universidad Autónoma de Campeche, que entonces comenzaba a trabajar en el yacimiento de la ciudad, nos aconsejó que ni siquiera intentásemos llegar a las ruinas a menos que pudiéramos alquilar un camión de gran tonelaje, y que no se nos ocurriese ir, ni siquiera con el camión, en caso de que hubiera llovido. Nuestra visita a Calakmul no nos llevó a pensar que los consejos de Folan fueran un desatino. Los árboles envolvían los inmensos edificios, y las raíces desencajaban lentamente las paredes de roca caliza. Peter fotografió un monumento de metro y medio o dos metros de altura, que abrazaban por completo las raíces como si fueran boas constrictor. Tan abrumadora era la presencia de la selva tropical que yo llegué a pensar que la historia de Calakmul quedaría para siempre sumida en lo desconocido.

Por fortuna, estaba en un error. A comienzos de los años noventa, el equipo de Folan había llegado a saber que ese lugar, olvidado desde hacía mucho tiempo, abarcaba como mínimo cuarenta kilómetros cuadrados y contaba con miles de edificios y docenas de pantanos y canales. Era la más grande de las ciudades estado de los mayas que jamás se hubiera visto. Los investigadores desbrozaron y fotografiaron los más de cien monumentos que se conservan, y lo hicieron justo a tiempo, pues los paleógrafos (expertos en escritura antigua) habían descifrado entretanto los jeroglíficos mayas. En 1994 identificaron el antiguo nombre de la ciudad estado: Kaan, el Reino de la Serpiente. Seis años después se descubrió que Kaan fue el epicentro de una guerra devastadora que convulsionó todo el imperio maya durante más de un siglo. YKaan no es sino una más entre la docena larga de ciudades mayas que se han investigado en las últimas décadas por vez primera.

El territorio maya, una colección de unas sesenta ciudades y reinos que formaban una compleja red de alianzas y de enfrentamientos tan enmarañada como la Alemania del siglo )(vil, fue sede de una de las culturas intelectualmente más sofisticadas del mundo. Un siglo antes de nuestro imaginario vuelo de reconocimiento, sin embargo, el corazón de la tierra de los mayas ingresó en una especie de Edad Oscura. Muchas de las ciudades más grandes se vaciaron, al igual que buena parte de los campos circundantes. Por increíble que sea, parte de las inscripciones de la última época son pura jerigonza, como si los escribas hubieran olvidado el conocimiento del arte de la escritura y se hubieran visto reducidos a la imitación sin sentido de lo que hicieron sus ancestros. Por la época de nuestro vuelo sobre estas tierras, la mitad, o tal vez más, de lo que había sido la tierra floreciente de los mayas estaba ya abandonada.
Algunos expertos en ciencias naturales atribuyen este hundimiento, próximo en el tiempo al desplome de Huari y Tiahuanaco, a una sequía de enormes proporciones. Los mayas, millones de habitantes apretados en una tierra poco apta para el cultivo intensivo, estaban peligrosamente a punto de rebasar la capacidad máxima de sus ecosistemas. La sequía, causada casi con toda seguridad por un megaNiño, bastó para que aquellas sociedades, que vivían tan cerca del borde del acantilado, tuvieran que saltar al abismo.

En semejantes hipótesis resuenan con fuerza ciertos temores ecológicos contemporáneos, lo cual contribuye a que sean populares fuera del medio académico. En éste, el escepticismo es más corriente. Los registros arqueológicos muestran que el sur de Yucatán fue abandonado del todo, mientras que las ciudades mayas del norte de la península siguieron desarrollándose e incluso crecieron. De un modo harto peculiar, la tierra abandonada era la más húmeda, con sus ríos, lagos, bosques pluviales, por lo cual tendría que haber sido el sitio más indicado para esperar a que remitiera la sequía. A la inversa, el norte del Yucatán era seco y rocoso. Es dificil imaginar por qué la población huyó de la sequía a zonas que seguramente eran las más secas.

¿Y el resto de Mesoamérica? Según seguimos el vuelo con rumbo al norte, vale la pena mirar al oeste, a las colinas que hoy se encuentran en los estados mexicanos de Oaxaca y Guerrero. Aquí se encuentran las pendencieras y divididas ciudades estado de los mixtecas, que finalmente engullirán a los zapotecas instalados en el altiplano, en la ciudad de Monte Albán, sus rivales desde antiguo. Más al norte se hallan los toltecas, en rápida y violenta expansión de su imperio, que ensanchan en todas direcciones a partir de una cuenca de profundidad considerable que hoy alberga la Ciudad de México. Como suele suceder, el rápido éxito militar de los toltecas conduce a las luchas políticas. Una pugna de dimensiones shakespearianas, rematada con acusaciones de embriaguez y de incesto,

obligó a abandonar el trono a un rey longevo, Topiltzin Quetzalcoatl, probablemente en el año 987. Huyó junto con sus numerosos leales, por barco, a la península de Yucatán, aunque juró regresar. En la época de nuestro viaje por avión, Quetzalcoatl por lo visto había conquistado la ciudad maya de Chichén Itzá y ya había emprendido su reconstrucción según el modelo tolteca. (Prominentes arqueólogos muestran desacuerdos entre sí respecto a estos acontecimientos, pero los murales y las placas grabadas de Chichén Itzá, que representan un ejército tolteca en el acto de destruir de forma cruel y sangrienta a un ejército maya, difícilmente se pueden descartar).

Sigamos rumbo a lo que hoy es el suroeste de Estados Unidos, sobrepasando las explotaciones ganaderas del desierto y las cuevas habitadas en los montes, hacia la zona de las sociedades del Misisipi, en el Medio Oeste. No hace mucho, los arqueólogos provistos de nuevas técnicas han sacado a la luz la tragedia de Cahokia, cerca de la moderna ciudad de San Luis, que en su día fue la mayor localidad al norte del Río Grande. Su construcción comenzó hacia el año 1000 d.C. sobre una estructura de tierra que a la sazón terminaría por abarcar una seis hectáreas, elevándose a una altura de treinta metros, muy por encima de cualquier otra elevación en muchos kilómetros a la redonda. En lo alto del montículo se encontraba el templo consagrado a los reyes divinos, encargados de que la climatología fuese favorable a la agricultura. Como si se tratara de darles la razón, los maizales se ondulaban al viento casi hasta donde la vista alcanzaba. A pesar de esta prueba concluyente de su poderío, los gobernadores de Cahokia estaban buscándose ellos mismos serias complicaciones. Al esquilmar los bosques situados río arriba para aprovechar la leña, conduciendo los troncos por el río hasta la ciudad, estaban desprotegiendo el terreno e incrementando la probabilidad de que las inundaciones fueran catastróficas. Cuando éstas se produjeron, los reyes que se habían ganado la legitimidad afirmando su control sobre el clima iban a tener que hacer frente a las coléricas interrogaciones de sus súbditos.

Sigamos más al norte, hacia la tierra menos populosa, territorio de los cazadores y los recolectores. Retratados en infinidad de libros de historia de Estados Unidos y en los westerns de Hollywood, los indios de las Grandes Llanuras son los más conocidos para los no expertos en la materia. En términos puramente demográficos, vivían en tierra de nadie, en zonas lejanas y poco pobladas. Su vida distaba tanto de la de los señores de Huari o los jefes toltecas como la de los nómadas de Siberia de la aristocracia de Pekín. En lo material, sus culturas también eran más sencillas: carecían de escritura, no construyeron plazas de piedra ni templos impresionantes, aunque los grupos de la Llanuras sí dejaron unos cincuenta anillos de piedra que recuerdan Stonehenge. La relativa carencia de bienes materiales ha llevado a muchos a considerar que estos grupos ejemplifican una ética consistente en vivir sin dejar huella en la tierra. Es posible, pero Norteamérica era una región afanosa y habladora. Hacia el año 1000, se habían trabado relaciones comerciales entre todo el continente desde un millar de años antes; la madreperla del golfo de México se ha encontrado en Manitoba, y el cobre del lago Superior en Luisiana.

Renunciando por completo a la ruta norte, podríamos enfilar el avión imaginario hacia el este desde el Beni, rumbo a la desembocadura del Amazonas. Nada más dejar atrás el Bení nos habríamos encontrado, en lo que hoy es el estado brasileño de Acre, al noreste, otra sociedad con fuerte implantación: una red de pequeñas aldeas asociadas también con trabajos de preparación del terreno, sólo que circulares y cuadrados, de formas muy distintas a los encontrados en el Beni. Menos aún se sabe de estos pueblos; los restos de sus aldeas se descubrieron sólo en 2003, después de que los rancheros talaran los bosques tropicales que los cubrían. Según los arqueólogos finlandeses que los describieron por vez primera, «es evidente» que «eran muy comunes en las tierras bajas de la Amazonia densidades de población relativamente altas». De este modo, los finlandeses resumen la creencia de toda una nueva generación de investigadores amazónicos: el río y sus orillas estaban mucho más poblados en el año 1000 que hoy en día, especialmente en los tramos inferiores. Densos rosarios de aldeas se apiñaban en los montículos que flanquean am-1 bas orillas, cuyas poblaciones se dedicaban a la pesca y al cultivo de las llanuras aluviales y de algunos trechos de las tierras altas.

Más importantes eran los huertos de las aldeas que ocupaban los montículos a lo largo de kilómetros enteros. Los indios amazónicos practicaban una suerte de silvicultura agraria, o de cultivo de árboles, absolutamente distinta de la agricultura de Europa, África o Asia.

No todas las poblaciones eran pequeñas. Cerca del Atlántico se encontraba el territorio de los jefes de Marajó, una isla enorme en la desembocadura del río. La población de Marajó, recientemente calculada en torno a los 100.000 habitantes, tal vez fuera igualada e incluso superada por una aglomeración todavía carente de nombre, situada a casi un millar de kilómetros río arriba, en Santarém, una agradable ciudad que hoy todavía duerme la resaca de las pasadas fiebres del caucho y del oro que se produjeron en la Amazonia. Las construcciones antiguas tanto en el interior de la ciudad moderna como de sus alrededores apenas se han investigado.

Prácticamente todo lo que sabemos es que se encontraba maravillosamente situada en un altozano que dominaba la desembocadura del Tapajós, uno de los mayores afluentes del Amazonas. Sobre ese altozano, los geógrafos y los arqueólogos hallaron en los años noventa una zona de más de cinco kilómetros de lado que tenía una gruesa capa de trozos de cerámica, de manera muy similar a Ibibate. Según William I. Woods, arqueólogo y geógrafo de la Universidad de Kansas, en la región pudo haber más de 400.000 habitantes, al menos en teoría, por lo que bien pudo ser uno de los lugares más populosos del mundo.

Y así sucesivamente. Los estudiosos occidentales han escrito historias universales al menos desde comienzos del siglo xx. Hijos de sus propias sociedades, estos primeros historiadores han hecho natural hincapié en la cultura que mejor conocían, la cultura sobre la cual sus lectores deseaban saber más cosas. Pero a lo largo del tiempo fueron añadiendo a sus historias relatos que versaban acerca de otros lugares del mundo, capítulos que trataban sobre China, India, Persia, Japón y otros lugares. Los investigadores se descubrieron ante los logros en las artes y las ciencias de las sociedades no occidentales. A veces, sus esfuerzos los hicieron a regañadientes, o bien fueron mínimos, pero las zonas todavía ignotas de la historia de la humanidad fueron poco a poco reduciéndose r que una forma razonable de resumir este nuevo saber consistiría en decir que, por fin, ha comenzado a colmarse una de las mayores lagunas de la historia: la que corresponde al Hemisferio Occidental antes de 1492.

Según los conocimientos actuales, se trataba de un lugar próspero, de asombrosa diversidad, con un tumulto de lenguas, con un comercio nutrido, con cultura notable; una región en la que decenas de millones de personas amaban y odiaban y adoraban igual que se hacía en cualquier otro lugar del mundo. Buena parte de este mundo se volatilizó después de Colón, barrido por las enfermedades y por su sometimiento a los extranjeros.
Ese borrado fue tan completo que, al cabo de pocas generaciones, ni conquistadores ni conquistados eran conscientes de que tal mundo había existido. Ahora, sin embargo, vuelve a aflorar. Parece que es de nuestra incumbencia echarle un vistazo a fondo.

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